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La democracia en el País Vasco

Es cierto que la democracia odia la perfección y que es un régimen abierto, inacabado, que está siempre aprendiendo, creando, y que asume todos los ensayos que tiendan a mejorar la condición humana.

Se puede decir que es el sistema que mejor se adecua a la relación entre la persona individual y su racionalidad y su inexcusable dimensión de socialidad, esa dialéctica que Ortega llamaba entre el hombre y la gente. La democracia es el sueño del buen gobierno, de la sociedad bien ordenada, y toda la modernidad es el esfuerzo de aprendizaje para llevar adelante ese régimen abierto que tan bien se ajusta a las necesidades de nuestra condición y de su plenitud.

Después de la Constitución de 1978, España se ha dotado de instituciones suficientes para ir avanzando en el sueño del buen gobierno con derechos individuales y colectivos que garantizaban a las minorías con reglas de juego que aseguraban un Estado compuesto, con amplias libertades políticas, que se aceptaron mayoritariamente en todas las provincias españolas, sin excepción. En el País Vasco también la Constitución fue votada favorablemente, con muchos más votos a favor que en contra, aunque con una abstención que superó en Guipúzcoa y Vizcaya el cincuenta por ciento, con lo que al abstencionismo normal en las restantes provincias se añade uno propio, defendido por el PNV, que hace que se doble el general. En todo caso, ese abstencionismo específico de Guipúzcoa y Vizcaya es menor que el número de votos afirmativos. Por otra parte, contar las abstenciones como votos negativos es poco decente, porque no es una conclusión evidente, ni se deben interpretar sin otros elementos esas abstenciones, que se debieron a una pluralidad de motivos difíciles de analizar.

En todo caso, en democracia, las votaciones se ganan cuando hay más votos positivos que negativos, y ésa fue además la interpretación que dio el propio PNV, por boca del lehendakari Aguirre, durante el referéndum por el Estatuto vasco de 1936.

En todo caso, aprobada la Constitución, con la gran cantidad de posibilidades derivadas del reconocimiento de naciones culturales como la vasca, la gallega y la catalana, en el marco de la nación española, el Partido Nacionalista Vasco recibió, con el acuerdo de todos, el encargo de administrar ese legado constitucional, en alguna ocasión sin haber ganado las elecciones. Así, en el umbral de otras elecciones, las del 13 de mayo, es conveniente analizar y sacar las consecuencias de cómo se ha administrado el legado y cómo se encuentra la sociedad vasca a veintidós años de la aprobación de la Constitución, y quizás después sacar consecuencias y formular conclusiones.

Era opinión común que todas las exigencias de respeto a las minorías estaban garantizadas con creces en la Constitución, y que las normas internacionales sobre la materia quedaban muy superadas por la regulación española. Por eso se pensaba que, al igual que en otros asuntos, la nueva situación iba a pacificar viejos conflictos. Si temas graves como la forma de Estado, la educación, el problema social, la cuestión religiosa y otros que habían hecho imposible la convivencia en las experiencias constitucionales anteriores se habían resuelto con el consenso, a satisfacción general, no había razones para que lo mismo no ocurriese con el nacionalismo vasco. La evolución progresivamente normalizada en Cataluña y la pacífica instalación de la autonomía gallega parecían augurar una solución similar para el País Vasco y para una ideología nacionalista.

Con esas mismas premisas, se presumía tanto la desaparición del terrorismo de ETA como la idoneidad del Partido Nacionalista Vasco para gobernar en Euskadi, en un marco de comodidad y de libertad, con la aprobación del Estatuto de Gernika. Pero veintidós años después hay que reconocer que nos equivocamos en nuestras previsiones, probablemente por la racionalidad con la que abordamos el análisis del proceso y su evolución.

ETA no dejó de matar, sino que acentuó su carrera de miedo y de muerte, y el Partido Nacionalista Vasco no cumplió con lealtad su papel de gobierno. Pero además, con el tiempo, la estrategia de sus fines, como ellos mismos han reconocido, ha ido convergiendo y aproximándose hasta el Pacto de Lizarra, que supone el intento del PNV y de EA, junto con los apoyos políticos de ETA -es decir, HB y luego EH-, para sacar provecho del terrorismo avanzando en el soberanismo y consiguientemente rompiendo el acuerdo constitucional.

Los sucesivos gobiernos nacionalistas se han beneficiado, en todos los aspectos -institucionales, económicos, jurídicos, etcétera-, de los resultados de un sistema constitucional que ha pacificado, en general, al país y, sin embargo, no han hecho lo posible por mantenerlo. Si era quizás mucho pedirles patriotismo constitucional, sí podrían al menos ser leales como encargados del gobierno en un sistema que reiteradamente desconocieron y despreciaron. Pero fueron profundamente desleales cuando no colocaban la bandera de España junto a la ikurriña en las instituciones, o cuando no retransmitían el discurso del Rey en navidades, o cuando subvencionaban a asociaciones o publicaciones que no sólo desconocían al resto de España, sino que fomentaban el odio contra ella. Sobre el sistema de enseñanza primaria y secundaria caen también serias acusaciones sobre desviaciones respecto a la veracidad de sus relatos históricos o al contenido de enseñanzas de cultura y literatura, que ponen de relieve el espacio común compartido entre vascos y el resto de los españoles. Probablemente haya exageración, pero también realidad en esas manifestaciones, y está el hecho cierto de que en sectores de las nuevas generaciones hay un odio hacia España y los españoles exagerado, creado artificialmente, que está en la base de la llamada kale borroka y que es vivero de ETA.

En todos esos temas hay un fracaso de las políticas que lideraban los nacionalistas, titulares, con toda continuidad, de los gobiernos vascos. Cuando un gobierno, en un régimen de libertades aseguradas, no es capaz de mantener la gobernabilidad, está propiciando el miedo y la desesperanza. Cuando se degrada con factores de confusión, o se reduce y se resigna a ser mero resultante de la confusión social, que además coexiste con grupos fanáticos que matan a sus adversarios políticos, ese gobierno se deslegitima, deslegitima a la ideología que le apoya y pierde su razón de ser. Cuando la reivindicación primera es que se pueda vivir, la gravedad es extrema, y cuando los que están obligados a proteger la vida pactan con los que apoyan y comprenden a los que matan, entonces se ha alcanzado la sima de la degradación moral. Si además se incumplen las principales exigencias de la gobernabilidad, como criterios básicos del gobierno -es decir, defender los valores de libertad, igualdad y solidaridad, conservar la variedad y el pluralismo, potenciar el aprendizaje de la cultura política democrática y apostar por la racionalidad del proceso de convivencia-, estamos ante un gobierno y una ideología, la nacionalista, que ha perdido los papeles y que tiene que variar necesariamente su rumbo. Su deslealtad le ha jugado una mala pasada, con esas ironías de la historia, y ha convertido a la hermosa tierra vasca, a la que dicen amar y dedicar todos sus esfuerzos, en el antimodelo de una sociedad democrática, donde una gran mayoría del país, incluso muchos nacionalistas, no puede actuar en libertad.

Es verdad que están cambiando su lenguaje, no tanto sus ideas últimas, y parece que nada de lo que acabamos de describir va con ellos, incluso, con un cinismo o con una capacidad de simulación sorprendentes, achacan al Partido Socialista y al Partido Popular crear tensiones en el tranquilo panorama vasco y querer gobernarlo desde Madrid.

El 13 de mayo será un día importante para valorar la capacidad de comprensión de los ciudadanos vascos, su deseo de conocimiento, que exige unos espacios de libertad que, si no están como debieran, sólo podrían ser suplidos por el coraje. Veremos si están informados y toman conciencia de la realidad, y si quieren o no cambiarla, y veremos también si renuncian a la comodidad de ser adoctrinados y quieren ser los que deciden. Veremos si hacen comprender a los nacionalistas que deben variar de rumbo si quieren el respeto que siempre habían merecido.

Y después no cabe duda de que la solución más pacificadora, más integradora, más susceptible de reconstruir y sanear el tejido social vasco, luchando contra el terrorismo, restableciendo la convivencia y la libertad, suprimiendo el temor y devolviendo a todos los vascos la seguridad, es la formación de un gobierno de concentración, donde estuvieran unos nacionalistas que aceptasen las reglas del juego de la Constitución y el Estatuto, y un Partido Popular y un Partido Socialista que se han ganado a pulso, con su sufrimiento y con su defensa de la Constitución y del Estatuto, el derecho a participar en la gobernación de Euskadi. A mi juicio, la presidencia de ese gobierno debería corresponder a un lehendakari socialista, porque ese partido es el único que quiere integrar y que puede dialogar con las dos posiciones distantes y radicalmente discrepantes del Partido Nacionalista Vasco y de los populares. Su mensaje no está siendo ni de rencor ni de revancha, y por eso es el más idóneo para presidir ese gobierno de la pacificación.

Si los nacionalistas no aceptan el reconocimiento de las reglas del juego de la Constitución y del Estatuto, la única opción será el gobierno de coalición PSOE / PP, si los ciudadanos les dan mayoría para ello. Fuera de esos dos escenarios, sólo queda más de lo mismo; es decir, un infierno. Así se habrá consumado una de las mayores manipulaciones políticas de la historia. Una ideología que no tenía nada antes, con el franquismo, y que recibe todo, menos la independencia, con la llegada de la democracia, y que aprovecha los espacios de libertad para traicionar las bases éticas, políticas y jurídicas de un régimen que les había ayudado como nadie en la historia a recuperar su libertad.

Gregorio Peces-Barba Martínez es catedrático de Filosofía del Derecho.

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