Vidas leídas
No es cierto que el gusto del lector por el género biográfico sea reciente entre nosotros: ahí están las recopilaciones de vidas ejemplares, los santorales y las hagiografías varias -ni tan simples ni tan ñoñas todas como pudiera parecer a primera vista- para demostrar que el gusto y el interés por leer vidas ajenas, y por seguir su ejemplo para dar sentido y mejorar la nuestra, es viejo y universal, casi tanto como el gusto por leer; no en vano las doctrinas en expansión han echado siempre mano de las vidas edificantes que les convenían para modificar nuestro comportamiento, favoreciendo la imitación del modelo elegido. La que es reciente, y aún poco habitual por aquí, es la literatura confesional escrita en primera persona, monopolio en la práctica de autores británicos, que en la estructura de la biografía o el diario encuentran el cauce para airear los aspectos más engorrosos de un comportamiento sexual poco ortodoxo, los apegos a sustancias insanas o los pecados políticos de juventud. Este tipo de literatura es de gran utilidad para los autores: confesando se aligeran de sabe Dios qué cargas y les cierran de paso la puerta a curiosos y biógrafos del futuro, que encontrarían en el saqueo de ese material incómodo hipotéticos botines literarios. Lo que no entiendo es el revuelo que levantan para promocionar este tipo de confesiones. Es obvio que no hay persona, ni mucho menos personaje, que no guarde algún cádaver inconveniente en su armario o que pueda exponer un comportamiento sin mácula en todos los momentos de su vida. Excepto los santos, claro está, que por eso lo son.
Decía en este mismo periódico el músico Carlos Berlanga que su debilidad literaria son las biografías de sujetos sin interés ni relevancia alguna. Por el ejemplo que daba -la de un tal Pitito Gamiro, vidente, estrafalario en su forma de vestir, dueño de un zoo doméstico e improbable amigo de famosos y poderosos-, tampoco parecía muy exigente en lo que concierne a la credibilidad de tales biografías. Pudiera parecer una boutade de músico en promoción, pero yo no la tengo como tal: a mí me pasa lo mismo; las biografías muy inventadas -y para que lo sean de verdad el sujeto tiene que ser poco conocido- resultan mucho más amenas y esclarecedoras que aquellas que pretenden la ilusión de ceñirse a la realidad objetiva. Las vidas narradas con la exigencia de la sinceridad son tediosas, están atiborradas de tiempos muertos y de actos insignificantes, de personajes reducidos a nombres que ningún sentido tienen para el lector, de naderías, exactamente igual que las vidas vividas. Pero por desgracia, las otras no abundan.
Aunque donde de verdad se riza el rizo, a mi modo de ver, es en las biografías de escritores, escritas por un colega. Es transparente que no hay autobiografía que pueda pasar la prueba de la credibilidad, puesto que cuando uno escribe sobre sí mismo, por sensato que sea el empeño, está bajo la razonable sospecha de escribir para autocomplacerse, pero el escritor-biógrafo que se entromete en la vida de otro escritor tiene la obligación de hacerlo con el bisturí del abogado del diablo. Sin embargo, la íntima convivencia durante largo tiempo con un autor, al que de antemano se ha de admirar lo suficiente para enfrascarse en escribir su biografía, y del que se pretende saber más que nadie, acaba por contagiar al que lo escribe. Así no es extraño que el biógrafo, a sabiendas o no, eche mano del estilo, las técnicas y el material imaginario del biografiado, hasta dar con el frecuente resultado de ofrecer una biografía que acaba pareciendo una autobiografía escrita, eso sí, por el enemigo que todos llevamos dentro. Tómese el ejemplo de la recientemente publicada biografía de Bruce Chatwin, narrada con ardoroso rigor por Nicholas Shakespeare. Los rasgos literarios más significativos de Chatwin están en el libro, el gusto por la fragmentación, la obsesión por la documentación in situ, la frialdad en la exposición de los hechos, la crueldad en la descripción de los detalles, el apasionamiento indiferente en apariencia, y, sobre todo, la habilidad del narrador para esconderse detrás de las palabras. Sólo que quien aquí se esconde es Nicholas Shakespeare, y quien queda expuesto es el que tuvo siempre la virtud de esconderse. Es como un chatwin sobre Chatwin, al que le falta sin embargo una de sus grandes cualidades, esa capacidad de despertar la curiosidad del lector por el tema, ya sea éste la Patagonia, los aborígenes australianos o los coleccionistas de arte, que brotaba de los silencios o insinuaciones del autor: aquí, como exigen las biografías y quienen las pagan y las editan, todo está dicho. Tampoco tiene desperdicio, en este sentido, la biografía de Flaubert escrita por un especialista en vidas ajenas, Herbert Lottman. Lo mismo que Flaubert hizo con Madame Bovary, hizo con él su biógrafo, estudiarla hasta la disección y exponerla con todo su bagaje de mezquindades provincianas, de ambientes cerrados e insalubres, de tedio angustioso, de estupidez. Y sin embargo el resultado es el opuesto. La vida desidiosa de la Bovary, narrada por Flaubert, es apasionante, mientras que la vida desidiosa de Flaubert, narrada por Lottman -una vez superada la curiosidad por las circunstancias del genio- sólo produce desidia. Y es que la distancia que existe entre leer la obra de un autor y leer su biografía escrita por otro es la que hay entre quien hace una visita turística y aquel que emprende un viaje.
Aunque no se me debe hacer caso cuando hablo en términos de aburrimiento o diversión. Uno de los misterios más insondables con los que tropieza el sociólogo desnortado que llevo dentro es la razón por la que algo es considerado divertido o aburrido por la mayoría. Yo tiendo a pensar que lo variado y abundante, siempre que no apabulle, tiene más posibilidades de resultar ameno que lo vacío o lo monótono; pero no es así para muchos otros. En los tiempos que corren lo que es llano y susceptible de ser comprendido con facilidad, o lo que simplemente no exige comprensión alguna, se tiene por divertido, mientras que lo que a primera vista puede parecer intrincado, o simplemente accidentado, corre el peligro de ser tachado de aburrido. Tómese el ejemplo de Andy Warhol, uno de los pintores más desganados de la historia del arte y autor del diario más soporífero que haya podido publicarse jamás, a quien sin embargo se ha convertido en símbolo de la frivolidad en su máxima expresión, es decir, de lo entretenido, de lo burbujeante, de lo gracioso. La única explicación plausible que he encontrado, aunque parezca un delirio, es que conoció a Jackie Kennedy. No es para tomárselo en broma: en las escasas biografías que he leído últimamente, todos los biografiados coinciden en ese detalle. Todos alardean de haber conocido y tratado a la que también fue señora de Onassis, superficialmente. Y los que no tuvieron la suerte cuentan anécdotas espurias sobre ella. Un misterio que quizá pudiera desvelarnos Pitito Gamiro.
Enric Benavent es escritor.
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