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Tribuna
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Ni soberanismo ni autonomismo: pactismo

Una de las claves, si no la principal, del debate político que se va a desarrollar de aquí a las elecciones del día 13 de mayo es el de opción soberanista, explícitamente formalizada en el caso de EH y formalmente encubierta, bajo el disfraz constitucional-autonomista, en el mensaje que abandera el PP.

El soberanismo parte del principio consistente de que una comunidad política, para ser reconocida como sujeto con identidad política propia, debe estar dotada de los atributos propios de la soberanía: la supremacía en el orden interno, que genera una situación de dependencia y subordinación de los ciudadanos respecto del poder político, y la independencia en el orden externo, en las relaciones que la colectividad mantenga con otros sujetos dotados de poder soberano.

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Para los soberanistas, la soberanía sigue manteniendo los mismos caracteres que marcaron su nacimiento con el absolutismo monárquico, en la necesidad que tuvieron las nacientes monarquías territoriales de reafirmarse frente a los poderes que negaban su génesis: la Iglesia, los estamentos feudales y el imperio. Surge, por tanto, en oposición a sus contrarios y encuentra su exaltación con el revolucionarismo francés, en el que el Estado-Nación emerge con toda su grandeza y esplendor, acabando en aras del patriotismo revolucionario, que confunde la igualdad con la homogeneidad y trata de acabar con toda expresión cultural diferenciada. Esos atributos de un poder absoluto, inalienable, indivisible, perpetuo e imprescriptible, que son puestos en cuestión por el principio de la separación de poderes y, fundamentalmente, por el federalismo y el confederalismo -hasta el punto de que los constituyentes norteamericanos no tuvieron necesidad de acudir al recurso del poder soberano para definirse como pue-blo-, son los que, miméticamente, en una estrategia dirigida a la confrontación, son liderados, en la actualidad, por EH y PP.

Para los primeros, el Pueblo Vasco encuentra la afirmación de su identidad en su enfrentamiento con toda expresión de lo español y lo francés. Para los otros, el Pueblo Vasco está subordinado al Pueblo Español, de forma que sólo desde lo español es aceptable su identidad vasca. Unos desprecian el mestizaje que se opera en la sociedad vasca, que le confiere su riqueza y su pluralidad. Los otros rechazan el derecho de cada vasco a mantener y desarrollar las señas de identidad, que son expresión de su singularidad, fundamentalmente el euskera, con los instrumentos político-culturales necesarios a tal fin. Para los primeros, la soberanía, entendida como ese poder absoluto e irresistible, reside, formalmente, en la circunscripción única conformada por los siete herrialdes que conforman Euskalerria; materialmente, en los que comparten su proyecto político, configurados como vanguardia de lucha. Para los segundos, la nación española se presenta como la única titular de la soberanía, como una entidad permanentemente indivisible que se proyecta de manera inevitable e indisoluble hacia el futuro.

Un debate político planteado en esas claves, con la elaboración de dos sujetos políticos que se definen como absolutos, está necesariamente orientado hacia el enfrentamiento y la confrontación. El que podemos definir como soberanismo español tiene además la peculiaridad de que se presenta disfrazado de constitucionalismo autonomista, lo que no deja de ser, cuando menos, paradójico -no conviene olvidar la posición contraria al Estatuto de Gernika de AP y su aceptación a regañadientes por UCD, sólo por su hipotética condición de instrumento útil para la pacificación de Euskadi-. Nada ni nadie existen al margen de la Constitución del 78. El derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que componen España surge del texto constitucional. La actualización de cualesquiera derechos que, en virtud de la historia, pudieran corresponder al Pueblo Vasco debe operarse en el marco de la Constitución. La España constitucional se impone como una realidad política única, porque el texto constitucional fue refrendado mayoritariamente por el conjunto de los españoles, importando bien poco el que fuera contestado -en expresión de un autor tan poco sospechoso como Linz- por los vascos. Olvida que la Constitución no puede derivar su legitimidad de un sujeto político preconstituido, cuya naturaleza y fundamento se impusieron como una realidad de hecho, de poder, no susceptible de discusión, en la transición española. Omite que, desde esta perspectiva, la misma legitimidad que tienen los que reclaman a España como sujeto titular del poder constituyente la tienen los que manifiestan que su ejercicio le corresponde a Euskalerria, porque el fundamento de ambas teorizaciones, lejos de ser jurídico, es netamente político. La Constitución no puede ser el fundamento de la unidad de España, pese a lo que disponga su título preliminar. La unidad únicamente podrá sustentarse en la voluntad, democráticamente manifestada, de los pueblos y ciudadanos que integran el Estado.

En un nuevo planteamiento mimético, construido nuevamente como factor de enfrentamiento, EH plantea la necesidad de iniciar un proceso constituyente, en el que participen aquellos ciudadanos vascos que se sientan identificados con el proyecto político que formalmente expone, y en el que se diluya la voluntad de los navarros y de los vascos de Iparralde en el conjunto de la 'gran nación vasca'. Ese poder opresor del que acusa al nacionalismo español no duda en aplicarlo cuando se trata de dar cauce político a su estrategia. Soberanismo español frente a soberanismo vasco, la nación española y la nación vasca frente a frente: frentismo español contra frentismo vasco, tanto monta, monta tanto.

El pactismo, por el contrario, parte de la libertad como principio conformador de toda comunidad política y de las relaciones que ésta mantenga con cualesquiera otras. Hace del diálogo, el debate, la negociación y el pacto los instrumentos que permiten avanzar en el desarrollo político. Frente a la reclamación de sujetos independientes dotados de un poder irresistible, la dependencia voluntaria es su principio básico de funcionamiento. Entiende el derecho subordinado a la política, y ésta, a su vez, a la ética. El derecho no se concibe como un instrumento al servicio del poder político, para dar cobertura jurídica a sus dictados en forma de superestructura, en terminología marxista. El derecho sirve para dar forma a la voluntad democrática. Su virtualidad reside no en su concepción estática e inmutable, sino en su capacidad de adaptación a la realidad sociológica. Ninguna fórmula jurídica es perpetua, como ninguna voluntad comunitaria es fija. Prescinde de formalismos dogmáticos que, en su abstracción, se convierten en postulados indeclinables, en categorías totalizadoras.

Una primera aplicación de sus postulados fue la doctrina del acatamiento constitucional. Su lectura fue como sigue: ninguna Constitución tiene legitimidad para imponerse a la voluntad popular de los vascos, y cuando así lo pretenda podrá ser desobedecida. Ahora bien, pese al mantenimiento de una divergencia sustancial de fondo, en cuanto a la legitimidad del titular del poder constituyente, el texto de 1978 tiene suficientes mecanismos, singularmente en sus títulos I y VIII, para dar expresión jurídica, en su desarrollo, a las decisiones políticas del Pueblo Vasco. Desde esa afirmación supo, en aplicación del principio dispositivo, aprovechar la innegable flexibilidad que tiene la Constitución -que constituye, sin duda, una de sus principales virtudes, impuesta por la necesidad del consenso constitucional- para dar cauce al derecho de los vascos a su autogobierno. Encontró una fórmula adecuada en el Estatuto de Gernika, entendido como un pacto político entre la Asamblea de parlamentarios vascos y las Cortes Generales. Un texto, el estatutario, que tiene el refrendo de alaveses, guipuzcoanos y vizcaínos, y constituye, en estos momentos, el único factor de integración en el que pueden encontrar cobijo los vascos a él vinculados, lo que es reconocido por la mayoría de su cuerpo social. No hay con el Estatuto renuncia a derechos, pero tampoco con el Estatuto se agota su ejercicio. Los derechos políticos ni se agotan ni se acaban; en su aplicación encuentran la plenitud de su confirmación.

Los constitucionalistas aceptan el Estatuto, en su condición de ley orgánica, subordinado a la Constitución, pero su fundamento contractual, cuando menos en su génesis, y su carácter pactado no son discutibles. Los rupturistas, empeñados en la estrategia de la confrontación permanente, poniendo de manifiesto las contradicciones de orden primario y secundario que, en su análisis dialéctico, se operan en la sociedad vasca, son los únicos que no lo aceptan, si bien no dudan en hacer uso y abuso de su sistema institucional, incurriendo en una contradicción formal no suficientemente denunciada.

El camino del soberanismo, por tanto, es un camino contrario a nuestra tradición histórica, que enlaza justamente con el jacobinismo, contra el que se rebeló el nacionalismo cultural, de naturaleza defensiva, frente al nacionalismo político imperialista, de alcance ofensivo; fracciona artificialmente la sociedad vasca en dos comunidades que se presentan como antagónicas, cuando la mayoría de los vascos, desde ésta su condición primaria y básica, aceptan con naturalidad toda la pluralidad de aportaciones culturales que se han operado en su seno; simplifica toda nuestra realidad sociológica, que es variada, multiforme y compleja, con distintas sensibilidades territoriales y, en no pocos casos, con una pluralidad de identidades culturales; no tiene una mayoría real, suficiente, de ciudadanos que sustente su planteamiento estratégico, ni de un signo ni de otro, aun cuando adopte el disfraz constitucionalista.

El soberanismo, por tanto, se construye al margen de nuestra actual existencia. La mayoría de los vascos no construimos nuestra adscripción comunitaria en claves de soberanía, sino en claves de dependencia voluntaria, y, hoy por hoy, tenemos en el leal cumplimiento y desarrollo estatutario, claramente definido en sede parlamentaria, nuestro principal factor de consenso político, al ser fruto de la voluntad popular y el mejor instrumento jurídico del que hasta la fecha hemos sido capaces de dotarnos para articular nuestro sistema jurídico-institucional.

Kepa Bilbao Gaubeka es profesor de Derecho Constitucional en la Universidad de Deusto.

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