Alboronía sin pisto
A los primeros pobladores de Carmona, en el Neolítico, les hubieran parecido el colmo de la modernidad las instalaciones romanas, hasta agua corriente y alcantarillado, hechas a partir del 206 a. de C., cuando desplazaron de tan codiciado lugar a los cartagineses.
Los propios romanos, a su vez vencidos por los visigodos, se darían con un canto en los dientes si hubieran conseguido estar allí en la época califal, disfrutando del lujo árabe en esta ciudad que llegó a ser capital.
Y llegaron los cristianos con el rey Fernando, monarca reconquistador -¿o conquistador?- y se quedaron aquí, en este lugar que domina la rica vega de Carmona limitada por el río Carbones y el Guadaira. Volvía la civilización occidental y ahí sigue.
Fue edificado como convento en el siglo XVII. En el XIX, con la desamortización, pasa a ser mercado
Los carmonenses o forasteros que quieran aprovechar la bonanza para visitar la curiosa y original Plaza del Mercado pueden, si así lo desean, salir desde la Alameda, hoy en plenas obras de remodelación.
No es mal punto de partida ya que desde allí se divisan, muy próximas, la iglesia de San Pedro y la Puerta de Sevilla, así llamada porque da acceso a la capital de la provincia, igual que la de Córdoba, que no se ve desde aquí pero que abría o cerraba el paso hacia la ciudad de ese nombre.
Pase a la derecha sorteando el tráfico y contemple la iglesia de planta basilical que comenzó a construirse en el siglo XV, sufriendo varias reformas hasta finales del XVIII, siglo en el que se terminó de levantar la torre campanario de La Giraldita. Ésta merece mención aparte por ser en todo similar a la Giralda; hasta tiene azucenas y Giraldillo, obra del maestro Francisco Acosta, balcones, menos, claro está, y la misma planta cuadrangular.
Entrando pueden verse los retablos laterales y el central, otro dedicado a la Virgen de las Mercedes hecho por Francisco de Ocampo, entre otras obras generalmente fechadas en el XVII y XVIII. La capilla del carmonense San Juan Grande, una hermosa pila bautismal del XVI realizada en cerámica por Juan Sánchez Varchero o las puertas de la sacristía debidas a Juan Gatica desde 1717.
Salga del templo dejándolo atrás con sus vidrieras emplomadas y relieves de piedra con la triple tiara pontificia, apreste las pantorrillas y, a pocos metros, subiendo la cuesta, se planta en la mencionada Puerta de Sevilla, uno de los pocos, aunque monumental, vestigios que restan de las antiguas murallas que rodeaban tan estratégico enclave.
Con cuidado, para no estropear la fotografía o el vídeo de los turistas que, como usted, se han detenido, quédese y vea los rastros heterogéneos de arquitectura militar: sillares romanos, sobre ellos piedras almohades que configuran el alto arco de herradura, dando paso a otros tres de origen distinto, a cuyos lados se encuentran la Torre del Homenaje con su salón dotado de patio y aljibe y el Salón de los Presos, también almohade, en uno de cuyos ángulos está la Torre del Oro. Estos dos últimos muy reformados por los cristianos en los siglos XV y XVI.
Después de la parada siga internándose en el barrio de San Bartolomé donde queda, a la izquierda, la fachada gótica de la iglesia consagrada al mismo santo.
Aquí hay creaciones de Juan de Mayorga, Espiau y Sánchez; una talla de Santa Lucía del siglo XVI y otras; pinturas, relieves, orfebrería de distintas épocas, llenan el recinto religioso que se abandona para continuar hasta la casa palacio de los Domínguez, ahora Biblioteca Municipal, después de haber sido escuela para niños pobres.
Entre, pasando por su puerta barroca, y coja resuello en el umbrío patio. Aquí el proscrito fumador puede encender su pitillo mientras goza del fresco y desierto patio y contemplar sus dos galerías de arcos bien proporcionados. Sin tirar la ceniza al suelo prosiga su camino que en menos de cien metros le llevará a la Plaza del Mercado donde le aguardan algunas sorpresas.
Es enorme, con una explanada central cuadrada igual que el resto de la construcción, totalmente porticada en su amplio perímetro. Entre columna y columna, sustentadoras de arcos de medio punto, cuelgan antiguas persianas de esparto.
Hay otra sorpresa: muchos puestos pero casi todos cerrados. Sobreviven algunas pescaderías, pocas carnicerías, un taller de reparación de calzado y dos bares. Si se sienta en el Sin Alcohol, tendrá otro motivo, grato, viendo que casi todo está inventado, porque es un taller ocupacional de hostelería del que se encargan enfermos mentales. Limpio, bien servido y apacible, es un sitio donde puede refrescarse, charlando con el amable Antonio, antes de cruzar la plaza para dar con el cuerpo en el peculiar establecimiento En Cá Carmela. No tiene barra, sí terraza y una cocina de donde salen los exquisitos platos recuperados por Carmen Gaona, dinámica mujer que se sentará a charlar con el huésped. Ella le explicará el por qué de esa arquitectura peculiar sobre las que se ven las cúpulas de San Felipe, El Salvador y Santa María. 'Esto fue edificado como convento por los Frailes Jerónimos en el siglo XVII, los arcos debían ser el claustro, pero nunca lo llegaron a ocupar. Sí lo hicieron las monjas de Santa Catalina de Siena. Luego, en el XIX, con la desamortización, pasa a ser mercado'. La excelente cocinera y conversadora dueña se queja, con razón, mientras le sirve una de las diecinueve clases de alboronías -no pisto, insiste-, unas croquetas de cordero o cualquiera de los veintiún potajes investigados por ella, que la plaza está mal vendida por el Ayuntamiento, del PP e Izquierda Unida. 'Arroz con leche', comenta Carmen, contertulia de famosos políticos, artistas y gentes de las letras.
Llama la atención el ver que no tiene colgadas en las paredes de su casa ni una fotografía de ellos. Sólo enseña la crítica que hizo un conocido gastrónomo, lamentando no poder votarla por falta de tiempo para censarse. Después de conocerla uno se lamenta de no haber llegado a tiempo para pretenderla.
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