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Vidas legibles

Enrique Gil Calvo

El acto de leer se desarrolla a lo largo de un tiempo lineal: las palabras escritas se encadenan en línea de izquierda a derecha desde la primera a la última página, estableciendo un sendero de sentido único que se dirige desde su principio hasta su fin. Por eso, para leer basta con seguir la línea lectora que nos marcan las palabras alineadas, hilvanando un hilo argumental programado por anticipado. Y lo mismo ocurre con la hilera de celebridades que se suceden en la lectura del Quijote cada 23 de abril en el Círculo de Bellas Artes de Madrid. Podría pensarse que ello se debe a que la estructura del tiempo es lineal de por sí, y que la lectura no hace más que acomodarse a ella, limitándose a obedecer su hilo conductor. Pero no hay tal, pues el tiempo no tiene por qué concebirse sólo al modo lineal. Por el contrario, pueden imaginarse otros tiempos no lineales: como el quebrado de la charla o el circular de las canciones; como el alabeado de la teoría de la relatividad, o como el cíclico de los días y las estaciones.

En realidad, sólo la práctica de la lectura nos acostumbró a reducir el tiempo a su versión lineal, descompuesta en pasado, presente y futuro, imponiéndola sobre las demás con imperiosa necesidad. Desde que aprendemos a leer y a escribir, el tiempo nos parece que ha de ser lineal por naturaleza. Y cuando la modernidad impuso desde el siglo XVIII la llamada revolución lectora, por la que todas las clases sociales fueron adquiriendo progresivamente el hábito de leer, la práctica sistemática de la lectura ha impuesto por doquier esta versión dominante del tiempo lineal, que nos permite entender nuestras vidas como senderos de sentido único, que se recorren desde su origen hasta su desenlace. Es el programa calvinista de predestinación personal que impulsa a buscar metódicamente el mejor desenlace posible, entendido como juicio final que sanciona nuestros méritos y nuestras culpas. Así es como las vidas modernas se convierten en vidas legibles, con forma de relato narrativo: planteamiento, nudo y desenlace.

Pero el hacer de nuestras vidas unas líneas legibles admite diversas modalidades, pues ese sendero vitalicio puede leerse mirando hacia delante o mirando hacia atrás. La primera es una lectura que podemos llamar programática o anticipatoria, pues pretende adivinar y eventualmente corregir el próximo futuro que nos espera, intentando así colonizar o domesticar nuestro propio destino final. Y, en cambio, la segunda es una lectura retrospectiva o responsabilizatoria que trata de explicar y quizá justificar los acontecimientos vividos en el pasado reconstruyendo la memoria personal. Y queda una tercera opción, la de leer la vida sobre la marcha, sin mirar atrás ni adelante. Esta última es la que podemos llamar una lectura actual, irreflexiva o de entretenimiento, que sólo busca pasar el rato, matar el tiempo y vivir al día, sin pretender progresar ni tampoco responsabilizarse de lo ya vivido.

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Pues bien, las tres opciones son empíricamente reconocibles en la vigente sociología de la lectura. Cuantitativamente, la mayor parte de la lectura que se realiza es del tercer tipo actual, instrumental o de acompañamiento, pues sólo pretende informar o divertir a los lectores auxiliándoles en el manejo de su vida corriente, gratificando su hedonismo con materiales placenteros y ofreciéndoles coartadas o válvulas de escape para evadir sus responsabilidades. Se trata de todas las publicaciones de objeto específico (prensa periódica, revistas especializadas, manuales de uso, etcétera) y de la literatura de consumo masivo (best sellers, novela de género, historia recreativa, etcétera), que actúan respecto a la lectura un poco al modo de como lo hace la música ambiental en las grandes superficies o los espacios públicos. Por eso, cualitativamente resultan mucho más interesantes las otras dos modalidades de lectura antes mencionadas: la anticipatoria y la retrospectiva.

La lectura que lee la vida mirando hacia el futuro propor-ciona lo que el sociólogo Robert Merton llamó socialización anticipada, pues instruye por adelantado en el arte de vivir la vida antes de protagonizarla. Y para ello basta con inspirarse en las más relevantes vidas ejemplares de los personajes históricos o de ficción que más se hayan significado, desde Napoleón hasta Raskó1nikov o desde el Quijote hasta Emma Bovary. Leer equivale a extraer lecciones morales, y en este sentido aleccionan mucho menos los grandes santos, cuyas vidas suelen ser monótonas, redundantes y por ello poco informativas, que los grandes pecadores, que protagonizan en carne viva las malas noticias más apasionantes. A pesar de cuanto diga el refrán, sí que se escarmienta en cabeza ajena, y por eso resulta más aleccionador y edificante el mal ejemplo negativo de las vidas trágicas (el Tenorio, el joven Werther, Lulú) que la virtuosa moralina de las vidas sagradas.

En todo caso, leyendo se aprende a emprender con éxito una senda de salvación personal. Y por eso los Años de aprendizaje (como los del joven Wilhelm Meister de Goethe) son la etapa de la vida en que más se practica este tipo de lectura programática y anticipatoria, por la que se espera adquirir esa educación sentimental (como la del Frédéric Moreau de Flaubert) que enseñe a construir el propio destino personal. De ahí que, hasta hace poco, la juventud constituyera el segmento social que exhibía los más elevados índices de lectura, dado que los jóvenes, además de hallarse inmersos en una actividad complementaria a la de leer, como es la de estudiar (en ambos casos se aprenden lecciones de efecto retardado, que sólo se aplicarán después), están en periodo de lucha por la vida (o búsqueda de formación, de empleo y de pareja), por lo que precisan ejemplos reales o ficticios de héroes luchadores en los que inspirarse y con los que identificarse.

Pero hoy los jóvenes están perdiendo el liderazgo lector, y no porque lean menos que antes, pues por efecto de la democratización de la lectura leen más, sino porque ahora son los adultos y las personas mayores quienes están impugnando ese liderazgo. Pero la lectura de los mayores ya no es anticipatoria, como la de los jóvenes, sino retrospectiva, en la medida en que leen para aprender a reconstruir su memoria personal, descifrando los acontecimientos ya vividos para poder asumirlos, responsabilizarse de ellos y ofrecer cuentas a los demás. Recuérdalo tú y recuérdalo a otros, se tituló el libro de Ronald Fraser sobre la historia oral de nuestra guerra civil. Y tras ese texto pionero hoy son ya legión las memorias que se están publicando sobre experiencias generacionales y biográficas, a resultas de una insaciable demanda que va en imparable aumento. Pues las personas, en la segunda mitad de su vida, tienen creciente necesidad no sólo de conocerse, sino, además, de comunicárselo a los otros. Y como además están comenzando a jubilarse las primeras promociones que protagonizaron la universalización de la enseñanza, puede pronosticarse que muy pronto se producirá el sorpasso de la lectura anticipatoria por la retrospectiva.

Pero la razón de este cambio de predominio no es sólo generacional. A causa de la mutación socioeconómica que llamamos globalización, se está imponiendo lo que podríamos calificar de giro lector, consistente en un declive relativo de la lectura anticipatoria y un ascenso sostenido de la lectura retrospectiva, que muy pronto llegará a ocupar la posición dominante. Hasta ahora, el predominio cultural correspondía a la lectura anticipatoria porque la estabilidad socioeconómica garantizaba la previsibilidad del futuro, cuya certidumbre podía asegurarse con fiabilidad suficiente. De ahí que las vidas parecieran legibles hacia delante, pues cada persona podía creer que contaba ante sí con un futuro estable, previsible y asegurado. Pero hoy ya no es así. La nuestra es hoy una sociedad de la incertidumbre, donde el futuro está abierto a todas las alternativas imprevistas y cualquier contingencia resulta posible. De ahí que ahora los destinos personales que se abren ante nosotros nos parezcan inciertos, contingentes e imprevisibles. En tales condiciones, cada vez nos resulta más difícil leer nuestras vidas hacia delante. Y en su defecto las leemos al día o las leemos hacia el pasado, reconstruyéndolas retrospectivamente. Pues si bien el futuro no está escrito, el pasado ya lo está, y puede volver a releerse siempre.

Enrique Gil Calvo es profesor titular de Sociología de la Universidad Complutense de Madrid.

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