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Tribuna:EL PLAN HIDROLÓGICO NACIONAL
Tribuna
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La politización del PHN

El autor propone un modelo que establezca qué usos de los recursos hídricos tienen prioridad, cómo debe utilizarse el agua y cuánta puede gastarse.

Los ríos de controvertida tinta nacidos del conocimiento público del PHN han conformado buena parte de la actualidad política de los últimos meses. Con todo, aún quedan por escribir los pasajes más apasionantes de esta historia que, en buena lógica, coincidirán en el tiempo con los debates que sobre el plan verá el Congreso, última etapa de su peregrinar hacia la aprobación definitiva. Habrá que estar atento a ellos y a las manifestaciones que en su contra se nos anuncian.

Hablamos de un plan que ha merecido, según la óptica de análisis, calificaciones antónimas. Con todo hay un claro punto de encuentro, el PHN se ha politizado. Y ya que al menos existe un común denominador, aceptado sin excepción, convendrá centrarse en él. De entrada explica por qué el PSOE se opone a este plan con argumentos similares a los que en su día el PP esgrimió para bloquear el plan que aquél desde el Gobierno promovió. Porque aun siendo lógico que quien esté en la oposición ejerza de tal, no es tan evidente que dos partidos distintos se intercambien al pie de la letra sus papeles en el desarrollo de sus tareas, bien de oposición bien de Gobierno. Sólo el ancestral mundo del agua es capaz de acoger tamaña paradoja.

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La sociedad ha evolucionado en los últimos años a una velocidad de vértigo, mientras la cultura del agua es la de siempre. Están vigentes fueros históricos que convivieron en el tiempo con el derecho de pernada y la Inquisición. Y es que aun siendo todos usuarios, sólo unos pocos son beneficiarios. Los primeros, que no están siendo convenientemente educados, se sienten cómodos con lo que han conocido desde siempre. Los segundos, más conscientes de la actual problemática, no quieren ni oír hablar del cambio y apoyan con firmeza el plan, como no podía ser de otro modo. Y en ésas se está.

El político sólo asume riesgos calculados y el ancestral mundo del agua es demasiado complejo como para aventurarse en su profunda reforma. Sólo en caso de extrema necesidad lo haría y aún cuando ésta ya es, a día de hoy, muy clara, todavía no alcanza el rango de evidencia. Por contra, los trasvases son apoyados por buena parte de la opinión pública y, por ello, la tentación de hacer la política de siempre muy grande. Quien manda, es comprensible, aspira a satisfacer viejos anhelos y el trasvase del Ebro sin duda lo es. Por contra, quien se opone no está por la labor de facilitar el lucimiento del adversario. Adhesiones, mercadeo y razonamientos utilizados por los más de los políticos no responden a la defensa de un modelo moderno de manejo del agua, sino a intereses del momento. Sólo ello explica con claridad la permuta de papeles habida. Y la seguirá habiendo sin claras reglas de juego que, centrando la discusión, acaben con el actual marasmo.

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Se necesita, pues, un modelo sobre el que cimentar el ordenamiento hídrico y sobre el que apoyar las actuaciones que lo desarrollen. Un modelo que establezca qué usos tienen prioridad, cómo debe ser utilizada el agua y cuánto puede llegar a gastarse. Siendo el agua un recurso escaso habrá que definir qué usos son prioritarios. Este ordenamiento hoy compete al artículo 58 de la Ley de Aguas que, por ejemplo, no establece las funciones sociales a cumplir para que un cultivo no competitivo, y en ocasiones subvencionado, tenga prioridad frente al cultivo capaz de asumir todos los costes que el manejo del agua comporta. Tampoco concreta si desarrollo urbanístico y turismo son asimilables a suministros urbanos, en cuyo caso estos usos pueden arrebatar derechos a riegos históricos. La ley no entiende de productividad del agua por lo que ésta difícilmente se podrá comportar como el bien económico que, cumplidas las necesidades sociales básicas, hoy es.

No menos importante es cómo se utiliza el agua. En la actual situación de escasez, el usuario que disfruta de una concesión adquiere, compartida con la Administración que la concede, una gran responsabilidad con la sociedad. Con políticas de precios (en España inexistentes) se puede ejercer un control automático sobre el cómo. Inglaterra lo hace en el uso urbano a través de su Office of Water Services (OFWAT). Los precios que paga el usuario dependen del rendimiento de la red que les abastece. A mayor rendimiento mayor precio. De este modo se prima el buen hacer de la compañía y se protege al usuario al garantizarle una calidad sanitaria -el agua se distribuye en redes estancas- y un servicio fiable, ya que en épocas de sequía no soportará cortes de agua tan bochornosos como incómodos. Y, además, se prima el ahorro. Más complejo es, sin duda, el caso del riego sobre todo si atiende fines sociales amparados por precios políticos. Pero existen mecanismos para penalizar, e incluso revocar su derecho al uso, a quien la malgaste reiteradamente.

Si el modelo acota cuánto se puede gastar, se controla un desarrollo que, al menos en el Levante, aún no ha sido concretado. El crecimiento incontrolado del riego y la explosión urbanística de su litoral deben encontrar un freno. Por ello, hoy sonroja recordar el primer objetivo que en 1985 se fijó la comisión que acuñó el término desarrollo sostenible. La comisión Brundtland 'debía proponer estrategias medioambientales a largo plazo para alcanzar un desarrollo sostenible en el año 2000 y en los sucesivos'. Su terminología, bien asimilada por la clase política, no ha tenido continuidad en los hechos, puesto que, ya en 2001, la situación no sólo ha empeorado sino que, y ello aún es peor, no se atisba el menor cambio en la actual tendencia.

Gestión sostenible del agua es equilibrar en el tiempo oferta y demanda. Y mientras, incluso a la luz de la propuesta del PHN, a la oferta le queda un mínimo margen de maniobra (los 1.050 hectómetros cúbicos del Ebro) la gestión de la demanda, sin respuestas al qué, cómo y cuánto, ni tan siquiera ha sido explorada. Nadie ha considerado que bastan los 800.000 millones del trasvase del Ebro para renovar en España la práctica totalidad de las tuberías de sus abastecimientos. Y que, habida cuenta la demanda urbana del país, comportaría un ahorro en torno a los 1.350 hectómetros cúbicos, superior al volumen del trasvase, con tan sólo considerar unas pérdidas del 30% en las redes a renovar. Y aún es lícito pensar que el riego ofrecería resultados más espectaculares. Nadie se ha preocupado en estudiar el impacto económico de la gestión de la demanda. Ésta aún no ha llegado a España.

El qué, cómo y cuánto que se reclama consiste, pues, en ordenar los usos y por ende el territorio. Hay que concretar no sólo un Plan Nacional de Regadíos, sino planes para todos y cada uno de los diferentes usos del agua. Claras directrices que, en línea con la nueva Directiva Europea, den respuestas adecuadas a las preguntas planteadas. Y después, con el modelo a punto, definir un plan que lo desarrolle. Pero comenzar construyendo la casa por el tejado, aun siendo lo vistoso, no es camino lógico. Antes se precisan buenos cimientos que soporten un edificio que es cada día más pesado, dadas las crecientes necesidades y el cambio climático que hoy ya nadie discute.

El PP ha tenido la valentía de proponer un plan que ha dinamizado el debate. Sólo ello ya es positivo, y hay que felicitarle y felicitarnos. El curso de la historia también indica que estamos ante la última oportunidad de aprobar un trasvase del Ebro. No conviene olvidarlo. Pero, con o sin trasvase, hay que construir un modelo de gestión del agua que impida, o cuanto menos dificulte, la politización del recurso natural más preciado. Comenzando por el agua que desde el Ebro puede llegar a todo el Levante a un precio muy superior al del agua que hoy utilizamos. No hacerlo dará pleno sentido al hídrico refrán 'a río revuelto, ganancia de pescadores' al tiempo que evidenciará la dificultad política de conjugar el verbo ordenar frente al irresistible encanto del verbo otorgar.

Enrique Cabrera es catedrático de Mecánica de Fluidos en la Universidad Politécnica de Madrid.

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