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Columna
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Giorgio Armani

Del 24 de marzo al 2 de septiembre el Museo Guggenheim se ha puesto al servicio del modisto Giorgio Armani, al modo de una pasarela inmóvil. Todas las veces que he ido a visitar la exposición me he encontrado con apretadas bandadas de espectadores. En cada momento se podía palpar un permanente halo de fascinación entre las gentes. En especial en las salas donde se encuentran los vestidos de noche. Sobre una escenificación en penumbra, los tenues focos realzan por encima de todo los puntitos luminosos de las pedrerías. Allí escuché -como refrendo a la envolvente fascinación aludida- lo que una joven le dijo a su madre: 'cuando sea rica te compraré uno de estos vestidos'. La frase es todo un compendio de sociología de la moda y consumo.

Los matices de las luces son de capital importancia en esta exposición. A oscuras, y con los focos en torno a las pedrerías, se pueden ocultar de las imprecisiones que puedan darse en algunos de los diseños. Además, los tonos oscuros de los vestidos de noche -que son mayoría- lucen más y mejor. Por el contrario, cuando los tonos de las telas son más claros, muy en particular los beis, café con leche y tórtolas, entonces se presentan bajo haces de luz de mayor potencia, carentes de sombras.

Existe un apartado o sala donde se diría que baja bastante la calidad de lo mostrado. Se trata de unos modelos que van colgados en el aire, expuestos a plena luz del día. No sabemos si atraen menos porque no se ha acertado a pleno en la composición de los diseños o porque no están inmersos, como el resto, dentro de la escenificación teatral que comporta larvados hechizos, fascinaciones y misterios...

Observamos que en determinadas fases de la muestra se amontonan excesivamente los modelos. Resulta atosigante. Aunque mirándolo bien es posible que en ello encontremos la esencia de la vida moderna. Es decir, que todo pase rápido; que las miradas corran de vestido en vestido; que los ojos salten en volandas sin dar pie a la profundización. Servidores del cosumismo, estamos ante la muestra de lo efímero, adeptos del usar y tirar. Por la exposición corre como un augurio la advertencia rotunda: la moda pasa y vendrá viene otra y otra y otra...

En cuanto a la incursión que se hace en torno al diseño de bolsos, diademas, broches y collares, el surtido es muy limitado y no excesivamente rico en imaginación. Es un soplo del que se puede muy bien prescindir.

Un aparte especial debe recaer en la variedad de los materiales. Las telas y los utensilios utilizados en los vestidos son tan importantes como las propias líneas que marcan los dibujos de los modelos. Los casi siempre anónimos fabricantes de telas aportan una gama inventiva de alto nivel. Y hasta se podía colegir que cuanto más hermoso es el diseño de la tela, tanto más se alza el logro de cada vestido.

La exposición de Armani tiene que llevarnos a imaginar qué gran acontecimiento hubiera sido ver estos diseños junto a los que firmaron en su día los Balenciaga, Christian Dior, Yves Saint Laurent, Coco Chanel, Jean Paul Gaultier, entre otros, más la aportación los vanguardistas diseñadores actuales repartidos por Japón, Inglaterra, Italia, Estados Unidos y Francia, por ejemplo. Sólo así podíamos tener conciencia de vernos inmersos frente a la riqueza expresiva y variante del diseño puro. En su lugar, debemos conformarnos con lo que Giorgio Armani exhibe en el museo de Bilbao.

Respecto a la inapropiada e infeliz frase que se escribe en el folleto de mano, editado por el Guggenheim, sobre que los trajes de ejecutivo de Armani proporcionan a quien los lleva un aire de autoridad gracias a su diseño y corte, es contrario al espíritu del propio Armani. Si fuera por autoridad, nada mejor que poner un par de galones y una porra.

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