Sonrisa sobre la muerte
Tom Stoppard se llamaba Tom Straussler y nació judío en Checoslovaquia en 1937. Huyeron de los nazis sus padres a Singapur en 1939. Llegaron los japoneses. Tom, su hermano y su madre huyeron a la India, pero el padre no lo consiguió: le mataron en 1946. La madre se casó con un militar inglés, Stoppard, de quien Tom tomó el nombre: se fueron a Inglaterra, Tom se hizo crítico de teatro. Escribió piezas para la televisión y la radio y en 1966 escribió esta obra. La hicieron unos estudiantes, y saltó al teatro Nacional y al mundo. Aquí ya llegó en otro momento, y también al cine.
Lo cuento para que se sepan las raíces de este diálogo sobre la muerte y la nada, sobre lo que no se debe creer ni se debe esperar: humorista y duro al mismo tiempo, a la manera inglesa pero también con el bravo toque judío y con la risa amarilla centroeuropea. Quizá se ha ido consolando con el tiempo. Shakespeare enamorado es una obra falsa y comediante, más juguetona que otra cosa: pero su habilidad de decir y construir no ha empeorado.
Rosencrantz y Guildenstern están muertos, traduciría yo en lugar de 'han muerto'. Son dos personajes menores de Hamlet: amigos de niños, compañeros de colegio, guardaespaldas cuando el tío-rey le envía a Inglaterra para que le maten. La tragedia de Hamlet se convierte en una acción de segundo orden y los protagonistas son estos papeles episódicos, que ven desarrollarse 'lo otro' como un asunto de poca importancia. Su especie de mestizaje entre actores que esperan su momento de entrar en escena y de verdaderos personajes que no sobreviven al momento en que les ve el público, les da esa nada: se confunden a sí mismos, los otros no saben quién es cada uno. Creo que es inevitable saber también que sus apellidos son más judíos que daneses, y que algunas de las alusiones del autor se refieren a esta suspensión de su pueblo entre la vida y la muerte, que quizá acentúa la excelente directora Cristina Rota. Algunas citas visibles o audibles de Hamlet se ven en escena rápidamente: no siguen el orden original, porque se supone que son muchas las representaciones que se suceden en la obra.
Lo que queda de relieve es el diálogo burlón, pesimista y gracioso, también mestizo del ser o no ser, de estos dos personajes. Se dijo en su tiempo que estaba influido por otros dos payasos tragicómicos, los de Beckett cuando esperan a Godot. Pero éstos no esperan nada. Sobre Beckett (o bajo Beckett, según quien lo mire) tienen la falta de divinidad, la disminución del misterio, el diálogo más aferrado a una realidad posible y la nulidad de la esperanza. Es posible que la comparación se hiciera por la enorme y justa moda de Beckett; disminuida hoy, la obra queda sin esa influencia. No sin la de Shakespeare. Lo que tienen estos dos seres, y probablemente los de Beckett, es la consistencia de los clowns de las obras de Shakespeare: los secundarios o episódicos en los que depositaba su verdad.
Esta excelente calidad de texto y las situaciones, este viejo teatro valiosísimo, se convierte en actualidad, por la creación de Cristina Rota y los escenarios, y por la interpretación. Dice ella que se ha limitado a seguir el texto y las acotaciones e instrucciones del autor: ésa es la mejor virtud que puede tener un director de escena sin privarse de su capacidad de creación. La pareja central y el personaje que podía ser el representante autor, el que da tensión y traducción a los pensamientos ingenuos de los payasos, son modélicas. Juan Diego Botto y Ernesto Alterio hacen esa unidad de los clowns filósofos e ingenuos, que existen y no existen, de una manera ejemplar; y Juan Ribó da profundidad, seriedad y trascendencia, calidad humana y escénica a su personaje. Lógicamente, los que deberían ser protagonistas -el propio Hamlet- son sombras con poco sentido: son la trama, no el pensamiento.
Mucho público: muchas chicas jóvenes, que iban a ver a los famosos chicos, pero que se prendaban también de la obra. Mucho éxito, muy justo. Gusta ver teatro así.
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