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Columna
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Del rojo al amarillo

Antonio Elorza

Lo normal es que entre en funcionamiento la ley de Schaff, basada en la circularidad de la tierra: uno sale por la extrema izquierda y como el mundo es redondo vuelve a aparecer por la extrema derecha. Alguien grita primero como un poseso exaltando la fuerza del pecé, y acaba cambiando la última letra en honor del pepé, al tiempo que sustituye a Marx por Milton Friedmann. O pasa de la fe en Mao a la pasión realista, sin duda más rentable. De eso hay mucho y notorio. Pero existe otro tipo de enlace entre izquierda y reacción menos visible, y casi tan frecuente: un pensamiento que se autodesigna de izquierdas, reclama para sí con orgullo esta seña de identidad, y en sus contenidos se encuentra cargado del irracionalismo propio de la ultraderecha, a la que en definitiva sirve.

Es la izquierda reaccionaria, cuya acta de nacimiento en el campo del periodismo puede situarse en el Le Père Duchesne, de Hébert, durante la Revolución Francesa. Su vocabulario, con un lenguaje de taberna, tiende a forjar una identificación tramposa con las clases populares, encarnadas por los sans-culottes, a quienes elogia, empujándoles al ejercicio del Terror. El empleo de la primera persona refuerza la impresión de diálogo entre el autodesignado líder de la opinión popular y el coro de sus destinatarios, permitiendo además a Hébert realizar un ejercicio permanente de adulación de sí mismo, en cuanto hombre intachable que es capaz de asumir todos los riesgos. El signo del demagogo.

A partir de ahí, las variantes de la izquierda reaccionaria han proliferado. En la Segunda República española, pudo haber niños republicanos, hijos de padres republicanos, que escribían en diarios republicanos. Sólo que alguna vez, el diario republicano, La Libertad por ejemplo, pertenecía a Juan March, con lo que la etiqueta servía de aval para atacar al gobierno democrático. Lo mismo podría decirse de otro diario, partidario confeso de la revolución anarcosindicalista, La Tierra, apodado La Ganzúa, pagado directamente por los monárquicos para incordiar, y cuyos colaboradores eran buenos amigos de los de March. Así que no debió ser el amor a los trabajadores revolucionarios lo que llevó a La Libertad a publicar los reportajes de Sender sobre Casas Viejas, sino la voluntad de destruir políticamente a Azaña, del mismo modo que hoy sabemos perfectamente cuál fue la finalidad de El Mundo al desarrollar su campaña contra el terrorismo de Estado. Casas Viejas y los GAL fueron reales; la exposición de los temas atendía a fines reaccionarios.

Los problemas son otros, pero el estilo ha perdurado. Reapareció cuando aflojó la censura de Franco con la ley Fraga, teniendo primero su campo de aplicación en la política internacional, para pasar desde 1975 a la transición. La fórmula era sencilla. La identidad democrática se ganaba mediante un ejercicio continuado de denuncia del imperialismo norteamericano, por lo demás blanco merecido, pero sin criticar nunca al mundo comunista (Camboya era 'liberada', Vietnam seguiría una vía propia, etcétera). El cerco de la censura eximía de aclaraciones sobre qué democracia se buscaba y la infalibidad en los diagnósticos era obtenida por el conocido procedimiento de asegurar que pasará A o no-A, como en el coro de doctores de El rey que rabió. Luego, en la democracia, optaron por subirse a una atalaya, diagnosticando la insuficiencia de las soluciones . Cuanto peor mejor, que así vendrá la izquierda de verdad. Casandras y Catones en una pieza.

Al correr del tiempo, la democracia se consolidó y el ámbito del discurso demagógico tuvo que ajustarse al reducido espacio de tertulias imaginarias de letra impresa, donde tales santones, siempre en primera persona, proclamaban evidencias más que discutibles, descalificaban a quienes querían como derechistas, y desde su alta estatura moral justificaban la ausencia de compromiso con un mundo político tan degradado, en nombre de una rojez incorruptible. Construyeron así un rincón del cabreo, en el que se apiñó una amplia clientela. La misma que ahora, convocada al ejercicio de una solidaridad activa para la defensa de la democracia en Euskadi, encuentra en los insultos y en las simplezas de estos voceros de la izquierda reaccionaria una coartada para eludir toda responsabilidad cívica. De eso se trata.

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