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Columna
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Huérfanos

Por encima de cualquier consideración y controversia, la decisión de Guardiola es inteligente, acorde con su manera de ser, que consiste en adelantarse siempre a la jugada. Oportuna o no, la noticia le viene bien al jugador, porque le libera de cualquier especulación sobre su futuro como futbolista y le alivia en calidad de capitán del Barça y, sobre todo, como símbolo del barcelonismo, con toda la carga que ello supone. También ha dejado de ser un problema para la directiva, que ha encontrado una coartada en el proceder del jugador, que no le ha dado ni la posibilidad de negociar su continuidad. Y puede ser incluso una solución para quienes vienen reclamando una renovación de la plantilla, por veterana y acomodada, y un cambio de estilo de juego, por previsible, falta de competitividad y plañidera. Guardiola no ha sido ajeno a tanto run-run como ha escuchado a su alrededor y ha decidido quitarse de en medio: puesto a no ser el referente, no quiere convertirse tampoco en un estorbo.

Más que una forma de jugar, con su adiós desaparece una manera de entender el barcelonismo. Al fin y al cabo, Guardiola es hoy víctima de un mal que afecta a muchos culés: si para el socio ir al Camp Nou ha dejado de ser prioritario, para Guardiola jugar en el Barcelona ya no es lo más importante. Hoy ni siquiera sabe donde estará mañana, víctima como cualquier hincha de una cierta fatiga, del desconcierto y el abandono, y al tiempo, esperanzado en que hay otras cosas al margen del Barça. Y es ahí donde le duele al barcelonismo.

La partida de Guardiola es especialmente dolorosa por la orfandad que provoca entre el aficionado y porque delata la debilidad del club. Pocas veces el Barcelona había dado tantos síntomas de vulnerabilidad como ahora: los entrenadores le rechazan; los jugadores se van, le chantajean o le regatean; y los profesionales cualificados prefieren ofertas de otras instituciones porque ser directivo del Barça ha dejado de ser signo de distinción o representatividad para la sociedad civil catalana. La institución va perdiendo grandeza porque los directivos ya no distinguen entre lo importante o lo accesorio.

A Gaspart, por ejemplo, se le echó ayer en falta en la conferencia de prensa de Guardiola, más que nada, porque todo el mundo sabe de la actividad febril del presidente. Su presencia habría sido la mejor manera de dignificar a la entidad, falta de gestos que avalen su historia centenaria, y de corresponder al jugador y honrar a su legado incomparable. No estando, en cambio, Gaspart provocará la maledicencia y avalará a quienes piensen que Guardiola se ha pasado al otro bando (al de los Cruyff, Koeman, Txiki) en lugar de seguir la tradición de los grandes capitanes del club (Segarra y Rexach). Ahí está el drama del barcelonismo. Pese a todo lo que Guardiola le ha dado al Barça en 30 años, el Barça no puede ofrecerle hoy nada para que se quede.

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