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Columna
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Huir para vivir

A fuerza de rellenar currículos, uno se da cuenta de lo poco que es. Una vida cabe en una hoja e incluso en unas líneas cuando nos solicitan la otra versión. ¿Es esa síntesis la seña de nuestra identidad? La elaboramos nosotros, la acondicionamos y la decoramos con aquello que estimamos más importante para hacerla atractiva al empleador, pero ¿qué pensar de lo que queda fuera? Marx decía que somos lo que hacemos y que, en consecuencia, el trabajo nos configura. Nosotros, cada cual, sabe que ahí no se agota nuestra verdad e incluso es posible que sólo contenga nuestra máscara, pero ¿cómo hacernos reconocibles ante los otros? A la pregunta de qué somos respondemos con el nombre de nuestra profesión, a las referencias sobre nuestra identidad contestamos poniendo en los primeros lugares la actividad que cumplimos. No somos sólo trabajo pero ¿cómo recoger en algo tan inteligible y calificable el repertorio de nuestra identidad?

De Richard Sennet publicó Anagrama hace unos meses La corrosión del carácter, un libro donde dando por sentado la importancia del trabajo en la formación de nuestra identidad, el autor alertaba sobre los riesgos actuales de perderla. La 'corrosión del carácter' era sinónimo de la corrosión del yo como consecuencia de vivir una vida en cambio: en la pareja, en la residencia, en el trabajo sobre todo. Ahora no es ya fácil construir una biografía integrada de principio a fin. Hay cada vez menos ocasiones para desarrollar un proceso que empezando en los estudios de derecho, por ejemplo, acabe en una sala de cualquier tribunal superior. Ahora, lo corriente en las reglas de la vida son las desviaciones. Se estudia físicas y se trabaja de informático pero de informático se pasa al marketing y del marketing al estudio de las relaciones humanas dentro de un departamento de investigación internacional. Antes, para salirse de una carrera trillada no había más opción que ser un bala o hacerse cura. Ahora los descarríos son sinónimo de virtud.

Enrique Gil Calvo acaba de publicar Nacidos para cambiar (Taurus) donde se reflexiona sobre la nueva realidad de nuestras vidas mutantes. La máxima obra de cualquier ser humano era la historia que iba hilando meticulosamente sobre sí. El máximo orgullo de nuestros antepasados era la narración coherente, en firme ascenso, que pudieran trasmitir a sus herederos. Ahora, sin embargo, como analiza Gil Calvo, se está poniendo difícil la edificación de un relato de esta especie píndara. Más que esculpir nuestra existencia para hacer de ella una figura definida, más que edificarnos en la albañilería de los años para lograr algo parecido a un monumento, nuestra materia de comparación es el cine. Cambiamos tanto de trabajo, de situación, de circunstancias que parecemos el pase cinematográfico de varios yoes. Si como decía Ortega nuestra identidad es una aleación entre 'yo y mi circunstancia', el surtido de las circunstancias por las que se discurre hacen desfilar, como en un filme, diferentes secuencias de uno mismo.

El máximo bien sería, dice Gil Calvo, lograr una conjugación entre la variación y la univocidad, entre los papeles del yo y el estilo único del protagonista pero, después de todo, ¿a quién interesa esta unidad hoy? Una vez que se ha conocido la posibilidad de ser varios tipos a lo largo de una vida, ¿por qué conformarse con ser uno solo? Si la orgía de nuestro tiempo se ha confundido con el acceso a la variación, la voluptuosidad del cambio, el consumo de mil gustos, los recambios de muchos enseres, de aparatos, de parejas o parajes, ¿qué nos induciría a fijarnos monolíticamente en una versión? ¿El temor al vértigo? ¿El miedo al qué dirán? ¿El respeto a la tradición? ¿La lealtad a la dinastía? Todo parecen razones menos vibrantes que el mágico atractivo de transfigurarse, reencarnarse, fugarse continuadamente de aquí para no ser cazado nunca, librarse en fin y sin cesar de uno mismo, que es donde más fácilmente la muerte atina con el yo.

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