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Irta o el paraíso hormigonado

Una nube sopla y revolotea por la costa norte de nuestra Comunidad esparciendo sombra y grima. Estos momentos gríseos se detienen, todavía en tierras de Cataluña, en la central nuclear de Vandellós I, instalación en proceso de desmantelamiento de multimillonario coste a raíz de un gravísimo accidente, en octubre de 1989, que a punto estuvo de convertir a buena parte de nuestro litoral en un funesto remedo de cierta región ucraniana de cuyo nombre no quiero acordarme. Se detienen también en un amplio perímetro de costa que rodea el Delta del Ebro, sobre cuyos recursos marinos y pesqueros se cierne una seria amenaza debida al trasvase del río que trastocará lentamente el comportamiento de la naturaleza y privará a las pesquerías de los vitales nutrientes contenidos en esa agua que se tira al mar. Por último, este sombrío paseo recala en la sierra de Irta, reserva biológica y arqueológica única, a cuyas puertas parece que ya suena el runrún simétrico y mecánico de la hormigonera entonando esos cantos de loa al adosado a pie de playa. Son estos los días en los que se avanza en su protección y, como siempre, las voces discordantes y los poderes diversos hacen oír los particulares intereses o los peculiares razonamientos, del que destaca el que afirma que los parajes naturales son patrimonio exclusivo de los municipios en los que se asientan, cuando en realidad son patrimonio de todos los ciudadanos, son patrimonio universal, tan universal como la unicidad de muchas de las especies que los habitan.

Dos noticias de alcance contrapuesto hemos recibido últimamente sobre Irta. Una es la aprobación por el Consell de su Plan de Ordenación de los Recursos Naturales, trámite previo a su constitución como parque natural, junto a las sierras de Mariola y Calderona. La segunda, negativa para el conservacionismo, es la sentencia del Tribunal Supremo que rechaza un recurso del Consell, y da vía libre a la urbanización de 155.540 metros cuadrados en la zona de la dehesa de la ermita de Sant Antoni.

La salvación de Irta se une a la larga lista de lugares que incluye la Granadella, Tabarca, el Montgó, los marjales de Oropesa, Massamagrell, Vinaròs o Xeresa (por no hacer más largo el muro de las lamentaciones). Lugares cuya sentencia a muerte no se ha cumplido, o se ha cumplido a medias, gracias a la heroica labor de resistencia y denuncia de algunos ciudadanos merecedores de ese honroso título: ciudadanos. Añadamos otro factor que juega en contra de la imparable destrucción: hormigonar doscientos kilómetros de costa es tarea que lleva su tiempo. En tantos otros casos, desgraciadamente, el drama está consumado: las aguas próximas a la desembocadura del río Segura en las playas de Guardamar muestran concentraciones de más de 200 microgramos de cadmio por litro de agua, como han demostrado más de cincuenta estudios científicos de las dos universidades alicantinas y de la de Murcia. La OMS considera este metal altamente cancerígeno en la tasa de 70 microgramos.

Al final nos quedará como una reliquia la mirada limpia sobre los paisajes estivales que, a principios del siglo pasado, popularizara la maestría de Ignacio Pinazo, Cecilio Pla, Joaquín Mir, Darío de Regoyos o Sorolla: los pinos atrapados en los roquedos y el fulgor del sol sobre las arcillas componen escenas pasadas y difíciles hoy de reconstruir fuera de la memoria gracias a la impertinente suciedad del cemento al borde del mar.

Un afamado intérprete de canciones melódicas que se hace ver de un solo perfil se ha presentado públicamente como inversor en los planes urbanísticos que ya ocupan buena parte de las estribaciones de la sierra de Bernia. En sus cálculos entra la certeza no muy lejana en el tiempo de que millones de europeos (sic) vengan a estas tierras de España a gozar de nuestro maravilloso clima y se supone que también de aquellas islas de naturaleza no trituradas todavía por el urbanismo expansivo y las devastaciones de la contaminación ambiental.

A la lógica alegría que nos invade por el aterrizaje del tren rapidísimo, se une la más cuestionable arribada de los caudales trasvasados, y la proliferación de megaestructuras de ocio simplón. Todo suena a desembarco masivo, a tropel desbocado. Paradigmas loables del turismo de todo a cien, pero escenario incompatible con el desarrollo sostenible y con la vida, menos pachanguera y festiva, del águila perdicera, el samaruc y los endemismos que todavía enriquecen y hacen único nuestro entorno natural.

Los mercaderes del alicatado barato y el alquitrán incontinente sueñan con que millones de europeos acudan a nuestras costas a remojarse los pies, a subirse en alguna noria temática y a finalizar las jornadas de asueto con chancletas de goma, pelotazo de sangría de tetra-brick y con la camiseta de Figo anudada a la cabeza. Para ello cuentan con la colaboración directa o el silencio cómplice de mucho mercenario de la arquitectura dispuesto a la tarea de empapelar la franja litoral de adosados clónicos y unifamiliares de nulo o nocivo interés arquitectónico. Atención a los visionarios del sector terciario, también denominado de servicios: los ciudadanos cultos, civilizados y ricos de la Europa más desarrollada no van a venir a este emporio adulterado a comer gofres y pizzas descongeladas al caribeño son de la bomba. Y esto será así aunque nos empeñemos en construir tantos campos de golf como para ir de Irta al Segura saltando de green en green, al modo de la famosa ardilla que en remotos tiempos, cuenta la leyenda, osó recorrer la Península brincando de copa en copa de pino.

Para otros ciudadanos, de los que todavía quedan muchos, el progreso consiste en legar a las generaciones que nos sucedan algún fragmento de litoral tal y como lo observara Cavanilles, lo esbozara Sorolla o lo plasmara, con su prosa de orfebre silencioso, Gabriel Miró.

Manuel Menéndez Alzamora es profesor de la Facultad de Ciencias Sociales y Jurídicas de la Universidad Cardenal Herrera-CEU.

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