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Columna
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El fracaso

Rosa Montero

No hay ningún individuo que no haya sentido alguna vez la fiera escocedura del fracaso. Desde el principio de los tiempos, el verbo fracasar ha debido de ser uno de los más conjugados del planeta, porque la vida real siempre es más pequeña que nuestros sueños. Pero se diría que la cosa ha empeorado, porque ahora todo el mundo parece obsesionado con el hecho de triunfar o fracasar, de rozar la gloria o ser un pringado. ¿Y en qué consiste el triunfo? Pues en algo totalmente vacío: en que te vean. El éxito ha sido sustituido por la fama, que no es más que un atributo de la mirada de los mirones, una arbitraria explosión de pura nada.

El ser humano siempre ha vivido de cara a los ojos de los demás: es la mirada de los otros lo que nos hace ser quienes somos. Pero antes esas miradas eran reales, vecinales, más o menos perseverantes. Uno podía nacer, crecer y morir en el mismo entorno, ante los ojos de la misma gente; y, aunque te trasladaras o emigraras, un individuo tan sólo se sometía, a lo largo de su vida, a la mirada sustancial de unas cuantas decenas de personas. La sociedad mediática ha convertido esa mirada cotidiana en un ojo virtual e infinito. Ahora, para ser, no basta con que te vea tu vecino: ahora te tiene que ver todo el planeta. Leo que, para la segunda etapa del Gran Hermano, se presentaron 100.000 aspirantes: 100.000 personas dispuestas a encerrarse durante meses en esa casa apestosa para conquistar su minuto de existencia, su instante de gloria. Aunque resulta que el Gran Hermano ya es un fracaso, o eso dicen los medios. Hoy se gana y se pierde vertiginosamente, en un frenético correr de la nada a la nada.

Vivimos para ser observados por el ojo público, y es ese ojo turulato, banal y venal, quien distribuye los fugaces favores de la fama. Pero, por debajo de todo este tumulto, aún queda la vida. La vida quieta, oculta, la de cada día, con sus deseos acuciantes y sus frustraciones, con momentos de logro y penas lentas. Y en esa vida real conviene tener en cuenta una tranquilizadora certidumbre: nadie fracasa en todo, de la misma manera que nadie triunfa en todo. Siempre quedará algo verdadero a lo que agarrarse, mientras por allá arriba continúa el ruido y la furia de la fama idiota.

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