Desconfianza
El consejero de Cultura y Educación de la Generalitat Valenciana defendía en estas páginas el nuevo anteproyecto de ley de Consejos Sociales de las universidades públicas que ha elaborado el gobierno regional. En síntesis sostenía que el verdadero debate se situaba entre quienes, como ellos, 'subidos al tren del futuro', apostaban por que las universidades se situasen 'en la línea de los modelos más progresistas' y aquellos otros, entre los que me incluyo, que alzaban voces disonantes contra el anteproyecto de la Generalitat. Afirmaba no entender las críticas de politización e injerencia, a su juicio poco rigurosas, que en realidad esconden o encubren razones que no pueden ser mantenidas más que desde lo que él define como la 'arquelogía de la endogamia'. Incluso se apoyaba en alguna idea suelta del informe Bricall para cargarse de razones. Me refiero a la esgrimida por el profesor Bricall de 'rendir cuentas a la sociedad' que más tarde ha venido a defender a Valencia el presidente Aznar como argumento central para proponer la inminente reforma de la legislación española en materia universitaria.
Sin embargo, tengo para mí que las razones de fondo que inspiran el anteproyecto de ley de Consejos Sociales son otras bien distintas. Pura y simplemente creo que se trata de establecer un marco legal que permita ejercer un estricto control político sobre el órgano de gobierno de las universidades, alterando la relación de fuerzas en los Consejos Sociales. En definitiva, el anteproyecto de ley viene a decir que el rector, a quien la ley de Reforma Universitaria otorga la responsabilidad del gobierno efectivo de la universidad, queda en minoría en el Consejo Social y, no obstante, tiene que ejecutar los acuerdos y decisiones que allí se tomen. La verdadera cuestión de fondo que late en el anteproyecto de ley se centra en quién tiene la mayoría en los Consejos Sociales y quién ejerce el control de aspectos fundamentales de la gestión universitaria que el gobierno regional cree no controlar y quisiera hacerlo. Da la impresión de que algunos responsables políticos creen que la universidad es de la Generalitat y no es así.
No vean en estas líneas una defensa corporativa de las universidades ni de la comunidad académica. Hace tiempo que me incluyo entre quienes defienden la necesidad de revisar una legislación universitaria española que data de 1983 y que exige una puesta al día. Diversos aspectos de la vigente ley de Reforma Universitaria, incluido el capítulo fundamental referido a sus órganos de gobierno, exigen una revisión. Existe amplia experiencia y no debiera ser difícil incorporar lo mejor de la experiencia de las mejores universidades europeas, aunque sin perder de vista los diferentes contextos. Pero debiera ser una reforma que, desde el máximo respeto al principio de autonomía universitaria recogido en la Constitución y perfeccionado por ulteriores sentencias del Tribunal Constitucional (alguna por cierto hace una lectura restrictiva sobre el papel de los Consejos Sociales), afectara al conjunto del sistema universitario.
La medida avanzada por el gobierno valenciano, extemporánea, parcial y políticamente interesada no señala una vía constructiva y será perjudicial para las relaciones entre las universidades y el poder político regional, al tiempo que introduce mecanismos que generarán tensiones innecesarias e inconvenientes en las propias universidades. Al menos sienta las bases para que eso pueda ocurrir con facilidad.
Existen en Europa muchas formas de organizar el gobierno de las universidades y de establecer la presencia de quienes representan al entorno institucional, económico, social y cultural en el que cada universidad se inscribe. Algunas de estas formas establecen un solo órgano ejecutivo de gobierno con representación de diferentes sectores, incluidos -no se olvide- los estudiantes. Suele tratarse de órganos de composición reducida, presididos por un representante de la comunidad académica (mayoritaria en número). ¿Por qué no aprovechar la próxima reforma anunciada por el gobierno central para abordar con seriedad esta cuestión, consensuando alguno de estos modelos que sabemos que permiten un funcionamiento aceptable y, en todo caso, mejor que el actual y mucho mejor que el que propone el gobierno regional?
Citaba el consejero alguna idea del informe Bricall, la de 'rendir cuentas', que luego ha remarcado Aznar. Omitía, sin embargo, aspectos esenciales del citado informe, que van justo en la dirección contraria de las propuestas del gobierno regional. Así, mientras el informe Bricall, en sintonía con la mayoría de órganos de gobierno que conozco, propone que sean reducidos, el anteproyecto del gobierno apuesta por un órgano de control mucho más amplio que el actual, al que le otorga más de treinta nuevas competencias para cuyo ejercicio obliga a la creación de otra organización económica y administrativa paralela que duplicará la que ya existe en las universidades. En otras palabras, como si el gobierno regional desconfiara de la organización y de la gestión económica de nuestras universidades y no fuera suficiente con el control periódico al que se someten: auditoría de la Sindicatura de Cuentas e Intervención General. La universidad española rinde cuentas a la sociedad cada año.
Esta es la cuestión que me parece más preocupante, tanto del anteproyecto de ley de Consejos Sociales como de la reciente intervención de Aznar en Valencia a propósito de la universidad. Son discursos políticos que transmiten una sensación de profunda desconfianza. Algo así como si la universidad fuera incapaz de administrar correctamente los recursos públicos que el parlamento (y no el gobierno como se tiende a pensar) pone cada año en sus manos. Como si existiera una gestión opaca de los recursos públicos que necesitara de una tutela efectiva, concretada en una representación mayoritaria establecida con criterios políticos en un órgano, el Consejo Social, que le dirá a la universidad cómo se tienen que administrar los recursos. Sencillamente no funcionará.
Un proyecto y unos discursos que alimentan ante la sociedad una imagen de desconfianza y que transmiten una voluntad política de imponer, cuando debieran nacer desde la confianza en la institución universitaria y en la elaboración consensuada de las reformas necesarias, crearán situaciones de bloqueo del funcionamiento de la universidad y pueden ser fuente de confrontación interna entre quien tiene el gobierno efectivo reconocido por la ley, el rector y la junta de gobierno, y el órgano de representación social al que ahora se le pretenden ampliar competencias sin cambiar la ley de Reforma Universitaria.
Recuerdo que hace unos años, hablando de órganos de gobierno, preguntaba a rectores de universidades francesas y holandesas cuál era la forma y composición que, a su juicio, demostraba mayor eficacia. Me respondieron que cualquiera que estuviera basada en el consenso entre el poder político y la institución universitaria era mejor que cualquier otra. Justo lo contrario de lo que veo que se intenta hacer aquí.
Joan Romero es catedrático de la Universidad de Valencia y ha sido consejero de Educación y Ciencia de la Generalitat Valenciana.
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