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LA CRÓNICA
Columna
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Fuera de temporada

Azuzado por el abominable Torrente, que sitúa sus nuevas -y vomitivas- aventuras en Marbella, me tienta la idea de visitar una de nuestras más raras poblaciones costeras: Empuriabrava. Y aquí estoy, en la mañana de un día cualquiera, mirando el mar y soñando con los griegos. Años atrás se habló en los periódicos de las silenciosas mafias que aquí se refugian. Eran años del bronco Mendaille, un marsellés que colaboró con los GAL y tuvo unas broncas con los periodistas de El Punt. Pero desde que saltó aquella liebre, las mafias actuan con perfecto sigilo. Nunca más han dado que hablar. Empuriabrava es como una Venecia hortera. Dispone de una minuciosa trama de canales navegables. Aparcar el yate o la lancha frente al chalecito es el lujo principal que aquí se ofrece. Las casas son típicamente sixties. Paredes de aspecto frágil, acabados borrosos, estética franquista (versión peculiaridad regional: con volta y ventruda torre de aspecto vagamente rústico, supuestamente catalán). Construida en los años del llamado desarrollismo, Empuriabrava sigue creciendo en fealdad para alegría de los que aquí retozan en vacaciones. Fundamentalmente alemanes, belgas, suizos y holandeses. ¿Hay vida aquí durante el año? Henry James en Los papeles de Aspern y, mucho después, Eduardo Mendoza en el Laberinto de las aceitunas descubrieron que la ruidosa Venecia de los infinitos turistas puede ser una ciudad callada y vacía como un secreto. En este claro día, entre marzo y abril, también Empuriabrava está vacía. Más vacía que el estómago de una modelo. Aunque no parece guardar muchos secretos.

Paseo por Empuriabrava un día cualquiera: chalets sixties, fealdad que no para de crecer. Al fondo, el golfo de Roses, con forma de vasija griega, no se inmuta ante la destrucción

Sigo mirando el mar. El golfo de Roses tiene forma de vasija griega. En los tiempos arcaicos esto debió de ser un paraíso. Cuando el porquero de Agamenón, convertido en emigrante, desembarcó en esta playa, contempló, asqueado, el aspecto de la tierra: fangosa y marismeña (los célebres aiguamolls que, a dos pasos de aquí, se han salvado por los pelos, convertidos en parque). Viendo que con la ganadería o la agricultura no se haría rico, el porquero de Agamenón, mirando el mar, se decidió por la industria. Y fundó la primera fábrica de salazón de anchoas. La fama se la llevan ahora los de L'Escala, al otro extremo del golfo, pero la arqueología, como el algodón, no engaña: rastros de estas industriosas instalaciones griegas se conservan en la Ciutadella de Roses. El paisaje ha cambiado mucho desde los griegos. Las urbanizaciones de Roses se zampan las montañas. También están acechados los montes de la Albera (estribaciones de un Pirineo que se lanza de cabeza al agua). El incendio del pasado verano les ha dejado un corte de pelo skin. En primer plano tengo el tremebundo (colosal, desmesurado) barrio de Santa Margarita, que el otro día quedó dignificado por la hermosa sangre del mosso d'esquadra Santos Santamaría. Ante estas fabulosas destrucciones, el golfo de Roses debería estar llorando: pero sonríe. El mar aquí es como un lago. Encantador. Según Josep Pla, en este lago se producen espléndidos ocasos. Tradición muy catalana, esta de los finales bellos y tristes.

Paseo por las despobladas avenidas. De vez en cuando, encuentro viejecitas adorables de ojos verdes o azules que toman el sol conversando en alemán. Un tipo robusto y de mirada metálica riega el jardín. En bicicleta avanza una mujer que parece joven. Pelo corto, chándal ajustado, cintura de avispa. Pasa junto a mí: ronda los sesenta. Se detiene ante un contenedor de vidrio y vacía su mochila. Aparcada frente a un canal, sentada en un coche, una treintañera habla por teléfono. Vende pisos, ora en catalán, ora en castellano, sin dejar de fumar. Es rubia y rellenita. Posa sus bonitos ojos sobre mí, sin verme. En el Club Náutico, donde desayunan unos jóvenes forzudos, charlo con una simpática camarera gallega. Está encantada de trabajar aquí. '¡Esto es la Venecia de la Costa Brava!'. Llegó para un verano y lleva ya tres años. Se ha echado un novio de Roses. Le gustaría tener una casita en un canal. 'Pero esto es sólo para ellos'. ¿Para quién? '¡Para quién va a ser!', exclama sin parar de fregar y de reír. Subo al mirador, admirablemente colocado sobre una feísima torre. El Empordà en primavera renace sobre los infinitos destrozos del hombre. Con un ojo observo la últimas nieves del Canigó, y con el otro, la cegadora plata del mar.

Es casi mediodía. En la oficina de turismo encuentro a un chico tímido y pálido. Está ahí para defender el turismo cultural de Castelló d'Empúries, titular municipal de Empuriabrava y capital histórica del Empordà. Me temo que la deliciosa catedral de Castelló no interesa mucho a los veraneantes. Vemos a través de los cristales a una legión de altísimos albinos saliendo de un hotel. 'Son miembros de un equipo de fútbol sueco. Se entrenan aquí'. Acabamos hablando de poesía. Quiere hacer la tesis y duda entre Juan Ramón y Cernuda.

Tomo unos pinchos de tortilla y un fino en un bar céntrico. De repente estoy en Andalucía. 'La temporada es corta', se queja el propietario. Al parecer, sólo resisten los supermercados y unos pocos bares. 'Y los pubs de fin de semana', tercia el camarero. Son grandes psicólogos, como todos los de su ramo: 'Los alemanes, que es lo que aquí más abunda, son buena gente... Lo que más les gusta es que les alabes el coche. Ahora hay muchos rusos. No abren la boca. Son muy fríos'. Paso la tarde en el Aeroclub. En el bar, unas chicas de color sirven cervezas. El público es joven. Decenas de rubias y rubios, algunos de ellos con siniestros tatuajes y prodigiosas barrigas. Levanto la cabeza, como ellos, para mirar el cielo. Las avionetas no cesan de rociar paracaidistas. Mientras descienden, suenan por los altavoces informaciones en alemán y una música rockera. Antes de posarse en tierra, los paracaidistas se elevan, graciosa y suavemente, saltando como bailarinas.

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