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Tribuna:EL DARDO EN LA PALABRA
Tribuna
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Primavera verbal

Verba volant. Y ¡de qué modo vuelan en esta primera primavera del siglo! Como golondrinas, como violeteras, como moscas. O, mejor aún, como abejas rubenianas, que pican en el corazón de quienes son sensibles a estas importantes quisicosas. Pululan por las ondas, sobreviven a los ciclones, a las inundaciones. Abres un transistor, una teuve, un diario y allí están, tenaces, estos verba volanderos, nada volátiles: no se disipan.

Y es que el gobierno, acéptelo o no, brinda demasiadas ocasiones para ello. Así, se le ha ocurrido aprobar ahora el uso de la píldora anticonceptiva que, durante las veinticuatro horas posteriores al evento, actúa en lo derivado como un bazuca. Era esperable que, apenas trascendiera la noticia, los medios fueran a ponerse a hablar como locos de la píldora del día después. Y así ha ocurrido. Quizá la probada discreción gubernamental no haya encontrado mejor momento para autorizarla que este arranque de la primavera. Ahora bien, ¿se ajusta a la realidad eso de el día después? ¿Acaso escasean los casos en que, oh jóvenes, no existe tal día, ya que todos los días son hoy?

Pero, en fin, estas meditaciones son demasiado trascendentes, y los vocablos tienen naturaleza alígera y frágil; tanto, cada día más, que mucho las aúpan o derriban de un soplido. Esto de el día después fue alzado por novadores de inglés enteco, que vieron profusamente anunciada, hace años, por todo el país, una película exitosa (hablando de cine, este adjetivo horrible va bien), titulada en nuestras carteleras The day after. Magnífico, se dijeron; y el día después quedó anclado en sus teclados y en sus voces como ocurrencia prestigiadora. De ese modo, se consumaron al menos dos violaciones: se cambió el adverbio después en extraño adjetivo para calificar el nombre día; y, de paso, se arrumbó el día siguiente, dejándolo apto sólo para la tercera edad. A los pobladores de ésta nos resulta muy difícil entender cómo el idioma español se ha divorciado tanto de las meninges contemporáneas. Y nos produce perplejidad que los medios impresos y las emisoras se encarnicen con él de tan malos modos.

Cientos de neologismos entran en nuestra lengua con su pan bajo el brazo; quiero decir, con las cosas nuevas que nombran o con matices que no percibíamos; salud para ellos y bienvenidos, pues traen modernidad y ganancia. Pero no se sabe bien qué pintan y qué demonios hacen por aquí groserías como ésta, impresa en el folleto que acompaña al tal vez más conocido periférico de ordenador: 'Manual instructivo de operación para la impresora...'. ¿Qué será eso de instructivo de operación? Estas empresas gigantescas, ¿no podrían tener traductores que establecieran una relación razonable entre ellas y los miles de clientes que hablamos español? ¿Tan a salvo se sienten de medidas legislativas que un gobierno podría establecer -sin ir más lejos, Francia- para impedir la ofensa que se hace a los ciudadanos llamando manual instructivo al manual de instrucciones?

Pero, en fin, hay que acostumbrarse: pedito de monja en Nueva York, pedorrera en Europa. Oigo por la radio a un excelente periodista: viene de las costas gaditanas de la muerte, donde ha visto varios cadáveres de patera varados en la orilla misma de su sueño. Ha llegado al estudio profundamente impresionado. Por ello, advierte a sus contertulios, le es imposible ser más explícito: no ha tenido aún tiempo para procesar lo que ha visto; así lo dice, y así lo repite. A mí me aflige lo que cuenta pero los ojos -aberración profesional- se me van al verbo del relato. Procesar, dice el diccionario, es un término tecnológico que significa 'someter datos o materiales a una serie de operaciones programadas'. Yo sólo conocía esta acepción: escribo en un ordenador, que está ahora mismo procesando lo que escribo. Así que creí hallarme en el nacimiento mismo de una novedad, pero no: resulta que, según el gran archivo académico, es habitual, desde hace un cuarto de siglo, concebir el cerebro como un procesador al que le entran los datos, los hace rodar por las fibras mielínicas y los saca aptos para el consumo. Lo ignoraba por tener tan abandonada mi, antes predilecta, información psicológica. Y como temo que a muchos lectores les pase lo mismo, ahí tienen el advenimiento de esta metáfora infórmática inglesa, ya más que adolescente, audaz, sugestiva y útil: procésenla y disfrútenla esta primavera.

Pero no abandonen por ello otras noticias apremiantes; así, la del gran club vasco que ha cambiado de presidente por estos días. ¿Qué rumbo imprimirá el vencedor? Un cronista deportivo radiofónico tiene la clave: se propone desarrollar un proyecto continuista del anterior. Otra mala avenencia entre el vocablo y su significado: continuismo, dice el diccionario, y parece cierto, es la 'situación en que el poder de un político, un régimen, un sistema, etcétera, se prolonga indefinidamente, sin indicios de cambio o renovación'. ¿Es ser continuista o ser continuador lo que se propone al nuevo presidente? Porque se puede continuar y renovar, evitando dar de lo mismo, y menos, cuando lo mismo no es boyante. Pero distinciones así, que se aprenden mientras se está aplicado a la teta materna, parecen inaccesibles en esta época en que suele administrarse leche de farmacia.

En los mismos laboratorios parece haber mamado un colega del anterior, éste de TVE, que contando el reciente partido del Madrid contra el Leeds, dijo literalmente que ninguno de los dos equipos estaban jugando 'con calidad pero sí con animosidad'. Sin embargo, no se apreciaban codazos ni había montería de tobillos, sino sólo buen ánimo o entusiasmo en el juego. Y, en efecto, éste podía ser calificado de animoso, y, por tanto, vendría bien lo de animosidad: es el primer sentido del diccionario, que Manuel Seco diagnostica como 'raro'. Más que la calentura, podríamos añadir: porque he rebuscado por el banco de datos de la Academia: en los veinticinco años últimos y, en los más de cien registros del vocablo, éste trabaja sólo con un único significado: animosidad equivale a 'aversión, ojeriza, hostilidad'. Y como es improbable que aquel comentarista pretendiera hacerse el arcaico, o aspirara a convertirse en autoridad léxica a contrapelo, sólo cabe interpretar que el tal vocablo aleteaba por su mente sin control, y, en pleno despeñamiento, se le agarró a animoso.

Mientras concluyo estas columnas, mi fax echa su primer capullo primaveral: es publicidad. ¿Por qué no se prohíbe este abuso, pues la paga -en rollo de imprimir- quién la recibe? Y ¿por qué han de ser provocativos sus textos? Esta flor de papel que me han metido al despacho no cautiva: ofrece el viejo buzoneo, ya saben, llenarnos el buzón de basura, pero también parabriseado, ponernos anuncios en el parabrisas. Un asco.

Fernando Lázaro Carreter es miembro de la Real Academia Española.

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