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Columna
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Una gestión desmayada

El problema de gobernar avalados por la mayoría absoluta y sobrada es caer en el sesteo y en la convicción de que el partido hegemónico cumple su misión en nombre del Altísimo antes que por el designio del electorado. Blindados por los votos y la confirmación de los sucesivos sondeos de opinión, el poder político establecido se cree bendecido y definitivo. Tanto más cuando la oposición apenas incordia y no emergen dialécticamente asuntos de gran calado. En tales circunstancias se ejecuta un gobierno de salón y vistoso capaz de desarmar las críticas y los anhelos más o menos perceptibles de cambio. Prima aquello de que quien bien está que no se mueva. La democracia suele gastar estas bromas.

Por si el lector no ha caído en la cuenta, diremos que nos estamos refiriendo al Ayuntamiento de Valencia, de cuyas inercias -todo hay que decirlo- se hacen lenguas por esos mundos de Dios. En este aspecto, hemos de reconocer que la alcaldesa popular -y nunca mejor dicho- Rita Barberá, como en otro orden superior e institucional Eduardo Zaplana, gozan de una fama ejecutiva impagable en tanto que adepta. Ambos viven las mieles del poder sin moros en la costa y pueden recrearse en la suerte, pues hoy por hoy, todo cuanto hagan o dejen de hacer apenas mella su imagen y hasta los errores e inhibiciones se juzgan como aciertos. Es el signo del ganador.

Sin embargo, los observadores menos impresionables hemos de ponderar con la imparcialidad posible el verdadero pulso de la gestión, en este caso la municipal de Valencia, sin ceder a las filias o a las fobias. Y así, admitido el innegable culto que se le rinde a la primera edil de la capital, debe subrayarse la laguna o lagunas de su gestión, tanto si se proyectan como no en la opinión pública. En este sentido, habremos de insistir de nuevo en el más que dudoso liderazgo de la alcaldesa, beneficiaria pasiva, que no protagonista y motor de unas sinergias -un crecimiento indudable de la ciudad-, que la munícipe no comanda. La ciudad ha roto sus costuras y nadie niega su dinamismo, pero con la misma evidencia se revela que Valencia va a su aire y que nadie ha sentado las pautas desde el Ayuntamiento. Puro liberalismo sin fronteras. Asimismo, irrelevancia de un consistorio e insignificancia de un programa político, si lo hubiere.

Este juicio viene respaldado, entre otros cargos que no proceden ni caben aquí, por la muy deficiente ejecución del presupuesto de 2000 en su apartado inversor. Los números, como es sabido, son muy sufridos y el contable más bobo puede vendernos una cabra. Pero, a tenor de lo publicado, los regidores populares con mando en plaza, y con las excepciones debidas, la verdad es que se han dormido en los laureles, como si la ciudad que gestionan anduviese sobrada de servicios y de calidad de vida. Si es verdad -y subrayo la condicional- que sólo se invirtió el 41% de la cifra posible, hay que suspender al consistorio en el capítulo de gestión. Suspender y reestructurar, situando en las parcelas más inversoras a los concejales más eficaces. En este aspecto, me pido a Juan Vicente Jurado o a Ramón Isidro Sanchis, responsables de alumbrado y patrimonio, respectivamente, para que afronten el capítulo de urbanismo, tan anquilosado, y dejen los que hoy les absorben. Igual con ellos sacamos adelante el centro histórico, que al paso que va será objetivo del siglo venidero.

Y unas palabras finales para discrepar, no tanto del fondo, pero sí de la forma, con que algunas asociaciones han cuestionado la conservación de la Lonja. No vemos por parte alguna el catastrofismo que se denuncia, con todo y anotar que, en la línea del dolce far niente municipal que anotábamos, ya debiera haberse resuelto el deprimente paisaje urbano de su entorno, especialmente el comprendido entre Barón de Cárcer y la calle de la Carda. Pero como éste y en pleno corazón urbano de Valencia, hay docenas de abandonos expresivos de esa indolencia inversora y decisoria que es la cruz y la vergüenza de este gobierno municipal.

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