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Columna
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Músicos

Estaba furioso. Rojo de ira y ensayando una educación discursiva que realmente no poseía; aquel tipo se esforzaba en demostrar al encargado del restaurante que lo que hacía no era ruido, sino música. 'Yo zoy un artizta', le gritaba empuñando su trompeta como quien enarbola el estandarte en una barricada, 'y los clientes se sentirán honrados por escucharme'. Su interlocutor le miraba con un gesto de escepticismo que incrementaba la irritación del trompetista. La escena tenía lugar a las puertas de un establecimiento del centro de Madrid donde el músico callejero suele ejecutar las escogidas piezas de su repertorio. Digo lo de ejecutar en el más amplio sentido de la palabra, porque las obras que interpreta no correrían peor suerte si en lugar de su trompeta pasaran por un pelotón de fusilamiento. Es malo, malo a rabiar, tanto que convierte los Extraños en la noche, que inmortalizó Sinatra, en una banda de maleantes.

El del restaurante estaba harto de oír las quejas de su clientela, disconforme con el sentido artístico del músico callejero, y decidió intervenir. De toda la discusión lo que más enfureció al trompetista fue que le dijera que 'hacía ruido'. Me dio pena. De haber sabido tocar algún instrumento, aunque fuera tan lamentablemente como él, sé que yo estaría igualmente convencido de ser un artista. Crucé la calle en plan samaritano y cual mecenas de perra gorda puse dos monedas de veinte duros en su bote. No fue suficiente consuelo. No logré que el hombre dibujara una sonrisa hasta que le recordé la famosa frase de Napoleón calificando la música como el mejor de los ruidos.

Me consta que no ha vuelto a perpetrar ninguna pieza más a la puerta de ese restaurante, su orgullo ni siquiera le permite hacerlo para chincharles. En las esquinas de aquella misma zona estuvo tocando el violín durante mucho tiempo un hombrecillo de aspecto frágil y gesto lastimero. A nadie molestaba con su instrumento porque acariciaba las cuerdas con tal levedad que el bullicio de la gente impedía oír la música. La imagen del pobre violinista al que nadie escucha suscitaba una ternura que le proporcionaba réditos considerables a su sombrero. Un día me propuse escucharle con la mayor atención para determinar el grado de virtuosismo que poseía. Acerqué la oreja todo lo que pude, sin éxito alguno, porque al advertirlo dio por terminado de súbito el concierto. Días después hice otra intentona, con parecidos resultados, por lo que empecé a sospechar que en la caja de aquel violín había gato encerrado. A la tercera lo entendí. Me aproximé por detrás sin que lo advirtiera afinando el oído. No quería que le escucharan sencillamente porque no había música. Del rasgueo no salía una sola nota coordinada con la anterior ni la siguiente. El hombrecillo tenía la misma destreza de violinista que yo, es decir, ninguna. Giró la cabeza advirtiendo que había descubierto el engaño, pero la moneda que dejé caer en el sombrero trazó en su cara una mueca de complicidad y le devolvió el sosiego. Ni el falso violinista ni el pretencioso trompetista se verán afectados por la norma que pretende implantar el grupo socialista en el Ayuntamiento de Madrid.

Lo que propone la concejala Cristina Narbona es prohibir a los músicos callejeros el uso de amplificadores. Su idea responde a las quejas más que razonables de vecinos como los de la plaza Mayor y su entorno. Uno de sus representantes explicaba a este periódico lo duro que puede resultar el magnífico concierto de Aranjuez del maestro Rodrigo cuando lo escuchas veinte veces al día, y lo que llegas a odiar el Adagio sublime de Albinoni si te impide conciliar el sueño noche tras noche.

Así pues, habrá que rebajar decibelios para conjugar intereses porque la ciudad es de todos, y habrá que hacerlo con talento y sentido común. Además de no permitir los amplificadores, se impedirá la utilización de instrumentos de percusión con el objeto de evitar aquello de 'la noche que me dio el tío del tambor'. Sin embargo, meter en el mismo saco de la prohibición a todos los instrumentos de percusión no es del todo justo. No lo es sin ir más lejos para ese estudiante de San Petersburgo que, desde hace unos días, logra acallar el barullo de la calle de Preciados tocando el xilofón. Hay que prestar mucha atención para captar sus notas, pero la exhibición de virtuosismo compensa el esfuerzo. Es el triunfo de la música sobre el ruido.

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