El último cartero
Fascinados por Pelé, los críticos de época se esforzaron en interpretar la exuberancia de su juego. Unos señalaron su musculatura incendiaria, otros sus reflejos de pantera, y algunos su misteriosa aleación de mago y atleta. Sólo los más puntillosos se atrevieron a buscar en el exterior las razones de tanta brillantez: el secreto de Pelé se llama Couti-nho, murmuraron.
Tenían toda la razón, porque Coutinho era un estupendo futbolista que había renunciado a sus propios planes para cumplir una misión auxiliar. Con una infinita paciencia, tal como la araña teje su tela, aquel lugarteniente decidió tender una elaborada red de conexiones que le permitiera a Pelé convertirse en O Rei. Ayudado por un sorprendente parecido físico con él, aceptó el papel de doble y dedicó su vida a devolverle paredes cortas, largas, sutiles o violentas como el espejo devuelve la imagen de su dueño.
El caso de Coutinho fue quizá la más llamativa demostración de fidelidad, pero no fue la única. En el sindicato de orfebres que en los años 50 se hacía llamar la selección húngara, Zakarias fue el mayordomo de Boscik, un exquisito delineante de quien dijo Ferenc Puskas: 'Fue el único futbolista a quien vi mejorar partido a partido'. A las órdenes de su jefe, Zakarias era una especie de guardia de corps dispuesto a prestar todos los servicios posibles: servicio de escolta, servicio sanitario o, sencillamente, servicio doméstico. Era tan capaz de conseguirle a Boscik un frasco de linimento como de lustrarle las botas, pero siempre conseguía que los toques del maestro tuvieran el limpio sonido de una baqueta de tambor.
Si en el memorable Atlético de Madrid de los años 60 Ramiro tuvo en Glaría al más diligente de los ayudas de cámara, en el Madrid de los años 70 Del Bosque delegaría las tareas de reparación y aprovisionamiento en Ángel, un abnegado subalterno que se entregó a la delicada tarea de plancharle los empeines a Maradona. Hoy, sin embargo, la representación del cartero se llama Makelele. En vez de entregarse a su propio lucimiento, este leal funcionario ha establecido su repertorio por eliminación: sólo se encarga de las tareas vacantes; siempre está donde faltan los demás. Como todos los repartidores, apenas consigue un poco de gloria; vuelve al vestuario con el uniforme arrugado y la cabeza bruñida por el sudor, a sabiendas de que en el mejor de los casos los cronistas volverán a otorgarle un aprobado condescendiente.
No necesita otros honores: en su taller de fútbol, la mancha de barro no es un contratiempo, sino una condecoración.
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