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Extranjeros y Constitución

Los avatares en torno a la presentación de un recurso de inconstitucionalidad sobre la nueva Ley de Extranjería están planteando una serie de cuestiones que bien merecen alguna reflexión. Lo primero que muestran es una discusión en clave constitucional acerca de un problema político de gran trascendencia. Ocurre, entonces, que preguntarse por las exigencias o límites de la Constitución en un caso concreto, contra lo que podría parecer a primera vista, no es exclusivamente una cuestión jurídica que interesara sólo al Tribunal Constitucional, aunque nadie discute que la última y terminante palabra sobre lo que es o no constitucional, esto es, sobre lo que cabe en dicho marco, corresponde establecerlo al Tribunal, pues en definitiva es este órgano jurisdiccional el que decide sobre la conformidad de una ley con la Norma Fundamental.

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Ahora bien, la adecuación de una ley a la Constitución es algo más que un problema jurídico, pues de lo que se trata es de saber si la ley respeta los parámetros de justicia que la Constitución establece para regir la vida de una determinada sociedad, lo cual es antes de nada una cuestión política, sobre la que es no sólo pertinente, sino sumamente conveniente un debate plural. La juridificación de la Constitución tiene muchas ventajas, entre otras atribuirla un contenido preciso que asegure su respeto por las demás normas so pena de su anulación por la instancia suprema jurisdiccional y la garantía de que en su interpretación no se impondrá la idea que de la Constitución pudiera tener la fuerza dominante, plasmándola en las leyes que hiciera aprobar. Pero, en contra, esta visión desconstitucionaliza la vida política, impidiendo la consideración de la Constitución como referencia e impulso de la misma, en cuanto parámetro concreto de justicia a incorporar a la realidad política.

Así, el examen de la constitucionalidad de los derechos de los inmigrantes es inabordable sin reparar precisamente en que estamos hablando de derechos morales, de verdaderos derechos humanos que la Constitución, o al menos una lectura abierta de la misma, en cuanto precipitado de la idea de justicia que tiene la comunidad española, no puede menos de reconocer a todos con independencia de la nacionalidad. Defender un concepto moral y no político de los derechos fundamentales, de modo que éstos queden protegidos para todos y no sólo para los españoles, supone un efectivo reconocimiento de las exigencias de la dignidad humana, que no puede circunscribirse exclusivamente a los ciudadanos, considerando injusto y discriminatorio el doble rasero al respecto y apuntando así a un nivel moral al que deberíamos acercarnos en lo posible.

Cierto que la Constitución española prevé una legislación específica de los derechos fundamentales de los extranjeros, plenamente legítima, entre otras cosas, para llevar a cabo una adecuada política de inmigración. Pero tal regulación ni puede cuestionar el compromiso constitucional con la dignidad de la persona, dejando sin protección los derechos de los extranjeros en cuanto manifestaciones obvias de dicha dignidad, ateniéndose por tanto en lo posible a las exigencias del principio de igualdad en relación con los derechos de los españoles, ni puede proceder a una configuración legal de los derechos que se oponga a su regulación constitucional, atentando al sistema de los mismos o a los preceptos que reconocen algún derecho fundamental en concreto.

La ley puede ser objeto de un juicio político adverso si no se adecua a las exigencias morales que nosotros consideramos contenidas en la Constitución. Pero me limitaré a formular exclusivamente algunos reproches jurídicos que apuntarán, como anunciaba antes, tanto a aspectos generales como particulares de la Ley de Extranjería actual.

Es muy dudoso que pueda considerarse constitucional una legislación rectificadora del nivel de protección de los derechos (significación que sin duda tiene esta ley en lo que se refiere a los extranjeros en situación irregular, y ello ya se tome en consideración la ley de enero de 2000 o la anterior de julio de 1985 que ésta venía a sustituir), al menos en el caso de los derechos fundamentales no prestacionales, esto es, aquellos cuyo ejercicio no depende de disponibilidades presupuestarias. Seguramente el Estado Constitucional de Derecho, empeñado en la maximización de los derechos fundamentales, no debe consentir una reversibilidad en esta materia, de modo que hacia el futuro sólo cabrían mejoras, pero no políticas restrictivas de los mismos. A esta idea consolidatoria de los derechos fundamentales responderían las decisiones constitucionales que establecen el compromiso de los poderes públicos con la realización efectiva de dichos derechos y la exigencia de una mayoría cualificada como es la absoluta para el desarrollo de los mismos a que ha de procederse necesariamente mediante ley orgánica.

Pero la confrontación entre la Constitución y la Ley de Extranjería es llamativa asimismo en el plano concreto de la regulación de algunos derechos como el de reunión y asociación, cuya adecuación constitucional, como vamos a mostrar, es francamente cuestionable, sobre todo quizás por sus deficiencias técnicas. Lo primero que parece procedente señalar es que estamos ante derechos que expresan la sociabilidad de la persona (necesarios para poderse comunicar en libertad) antes que su naturaleza política. Desde este punto de vista se trata de derechos ligados directamente a la dignidad de la persona y por ello, en la medida de lo posible, habría que reconocer estos derechos en términos de sustancial igualdad a todas las personas con independencia de su nacionalidad, de modo que estaríamos ante una clase de derechos de todos, por tanto también de los extranjeros y no sólo de los ciudadanos españoles.

Pues bien, la regulación legal de la asociación y reunión no actúa en este sentido, ya que reconoce dichos derechos plenamente sólo a los extranjeros que se encuentran en situación regular. La Ley de Extranjería no priva a los inmigrantes sin papeles del derecho de reunión y asociación, lo que ocurriría si les prohibiese su ejercicio y estableciese sanciones para quienes infringiesen la prohibición. Tal prohibición sería inconstitucional y por eso ni se formula expresamente ni puede desprenderse de la omisión legislativa respecto del ejercicio del derecho de reunión y asociación de los inmigrantes en situación irregular. La Norma fundamental permite modalizar el ejercicio de los derechos o someterlo a determinadas condiciones, pero no proceder a su supresión para quienes son sus titulares dada la generalidad de los términos en que se produce su reconocimiento. Lo que ocurre es que el no reconocimiento expreso de estos derechos a los inmigrantes en situación irregular implica el ejercicio imperfecto o, si se quiere, simplemente de hecho de los mismos, de manera que las asociaciones constituidas por este tipo de extranjeros no podrán alcanzar la personalidad jurídica, y las reuniones y manifestaciones, como ahora ocurre con las espontáneas o no organizadas y las irregulares o no comunicadas, no gozan de protección plena, siendo en ese sentido más fácilmente prohibibles, al resultar con mayor probabilidad de su celebración graves riesgos para el orden público.

Ante esta situación tenemos derecho, primero, a dudar si la Ley de Extranjería, que no contempla los derechos de los extranjeros 'sin papeles', ha respetado el principio de igualdad, o más bien, ha incurrido en arbitrariedad al reconocer plenamente sólo los derechos de los extranjeros en situación regular, y sobre todo podemos preguntarnos si dicha norma ha cumplido el designio constitucional de las leyes que desarrollan los derechos fundamentales que es no sólo el de limitarlos, sino, sobre todo, el de posibilitar su ejercicio.

Juan José Solozábal es catedrático de Derecho Constitucional en la Universidad Autónoma de Madrid.

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