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La ciudad multicolor

Con el ejercicio de la democracia municipal, las ciudades españolas han conseguido ir resolviendo sus más importantes problemas de convivencia y funcionalidad. A medida que mejoraba la calidad de vida fueron convirtiéndose en ciudades cómodas, sin mayores problemas. Sin embargo, de un tiempo a esta parte advertimos que esa comodidad excesiva está viéndose perturbada de una forma que toca a nuestra cotidianeidad. Todos los días, al salir a la calle, nos encontramos en cada semáforo con personas extranjeras que tratan de vender una variopinta gama de productos a los que estamos esperando la luz verde o, simplemente, solicitan una ayuda.

Con el debate de la Ley de Extranjería, las manifestaciones a favor y en contra de la inmigración son ya un elemento cotidiano en nuestro paisaje mediático. La apreciable presencia en nuestras ciudades de nuevos rostros de todo el mundo está induciendo un cambio hacia una sociología diversa, y también un posicionamiento dispar de la opinión pública, con actitudes que van desde los brazos abiertos hasta la xenofobia, pasando por el paternalismo, el mercantilismo, la ignorancia, la reivindicación integradora... Hay que reconocer que la llegada de inmigrantes está llevando a nuestra sociedad a vivir de forma más próxima la intolerable situación de pobreza e injusticia que se da en medio mundo. Ese tirarnos de la chaqueta a diario y el papel de los medios de comunicación provocan emociones colectivas que son, en gran medida, producto de esa cercanía, de ver el problema cara a cara. Entre otras cosas, lo positivo de la inmigración es que fuerza cierta globalización de la escasez, subvirtiendo el mensaje único de la globalización de la riqueza en los mercados financieros y de la información.

Pero resulta que los que llegan no son todos iguales, ni de la misma procedencia, y no se comportan de igual forma: unos se quedan en las ciudades y otros van hacia el campo, un sector de la inmigración es eminentemente masculino y otro femenino, y su relación con el mundo laboral, social, familiar, es distinta. Los que se instalan en las ciudades suelen rellenar huecos que han quedado en los centros desocupados; muchos se incorporan a la actividad comercial, pero otros viven excluidos de las esferas más elementales de la ciudadanía. A través de diferentes modalidades y fórmulas, la incorporación de las dos sociedades, la receptora y la inmigrante, se establece siempre en un movimiento complejo, derivado de su/nuestra inclusión/exclusión. Complejo, porque ese movimiento ha de darse simultáneamente en dos direcciones, aunque la distancia a recorrer sea diferente.

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Todas las encuestas coinciden en subrayar el interés que muestran los inmigrantes de la primera generación en proteger y reivindicar lo que son, sus orígenes, y en transmitirlos a sus hijos como pauta de lo que han de ser. Pero hete aquí que la segunda generación, los hijos llegados con pocos años o nacidos en el país, manifiesta frecuentemente una actitud más reivindicativa de su condición ciudadana que de la identidad cultural recibida, y esto suele derivar en conflictos que se están resolviendo en el seno familiar de forma seguramente bastante dura. Ciertamente, el problema crucial es el de la inserción, ya sea en el mundo laboral, en los espacios sociales y educativos o, en un futuro inminente, en el ámbito político. El denominador común es, sin duda alguna, el reconocimiento del estatuto de ciudadanía. Sólo desde esa posición se pueden establecer los márgenes del ámbito de convivencia por ambas partes mediante el ejercicio normalizado de los derechos y deberes comunes.

Hace ya tiempo que algunas ciudades se han planteado esta cuestión desde una vertiente social, pero también cabe hacerlo desde la urbanística. Esto implica ciertas consideraciones de cara al uso de la ciudad e incluso a determinados aspectos de su construcción, ya que por parte de la comunidad de acogida hay una imposición cultural de la ciudad como producto acabado, y en relación con ella se manifiestan determinadas cuotas de exclusión. Entre los usos posibles de esa ciudad construida se evidencia la necesidad de localizar nuevos espacios y equipamientos -lugares de culto, unidades comerciales, servicios específicos- y de revisar algunas pautas de utilización comunitaria de los espacios públicos, de las calles y plazas, ya que, como se observa a primera vista, su uso es manifiestamente distinto. Aunque ello no suponga un diseño específico en las directrices generales del planeamiento, tampoco se le deben otorgar a estas necesidades un valor residual dentro de la ciudad.

Los observatorios urbanos han diagnosticado de forma esclarecedora la génesis de los principales conflictos, relacionados con la existencia de guetos que son el caldo de cultivo apropiado para la acción de las mafias. El objetivo deseable es erradicar cualquier forma de exclusión y de explotación, actuando respecto a aquellos que, por necesidad o por conveniencia, optan por formas de autoexclusión, que suelen ser explotadas por sus propias mafias o por propietarios locales. Éste es el caso de algunos distritos históricos, donde los propietarios que alojan inmigrantes no aceptan ayudas a la rehabilitación de inmuebles, manteniendo auténticas bolsas de infravivienda.

Es fundamental que los inmigrantes, como cualquier ciudadano que demanda vivienda, puedan acceder a ella en el conjunto de la ciudad y en el área metropolitana. Esto debe suponer necesariamente un incremento de financiación del sector público, y no sólo eso, sino también una revisión de la organización de la vivienda, algo que, por otro lado, también reclama una sociedad que ha evolucionado y a la que se sigue ofertando el mismo modelo de hace un siglo.

Estas consideraciones urbanas parten de la diferencia entre unas culturas que se van a mezclar, y cuya complejidad potencial puede normalizarse con el establecimiento de medidas adecuadas. Intervenir eficazmente en la integración urbana exige de los políticos y los técnicos una reconsideración del diseño de las viviendas y espacios públicos, de la necesidad de nuevos equipamientos y servicios. No se trata de orientalizar la ciudad europea -aunque España tiene soberbios ejemplos de lo que históricamente ha dado de sí la confluencia de diferentes pautas de habitar-, sino de huir de la imposición acrítica de un modelo predeterminado. La política urbanística, como la educación y la forma de abordar los conflictos sociales, la identidad y la acción pública en el ámbito de la cultura, la sanidad, los flujos demográficos y la ocupación en los distintos sectores laborales, debe partir de una actitud abierta al diálogo y al intercambio. En todo caso, las fórmulas resultantes impulsarán la creatividad y la solidaridad en el ámbito urbano.

Los gallegos, andaluces, canarios, murcianos y tantos otros españoles sabemos un rato largo de esto. Recordemos las barreras que hubo de vencer hace apenas cuarenta años un emigrante español en Europa, en situación análoga a la del que hoy llega a nuestro territorio, o la inmensa barrera del Atlántico, que hace cien años suponía un adiós prácticamente definitivo a la tierra y a la familia. Pero más dramática, y para nuestra generación más vergonzosa, es la singladura sin retorno del tripulante de la patera ahogado en el Estrecho.

Xerardo Estévez es arquitecto.

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