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Columna
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¡Ah de las casas!

Hay dos enigmas, entre otros muchos, que no tienen racional respuesta: por qué se caen los toros en las plazas y por qué se caen las casas en Madrid. Puede haber un oscuro vínculo casual: la codicia de los ganaderos, empresarios y apoderados por presentar reses con sobrepeso, fatigadas y torpes, y la de los constructores, agentes inmobiliarios de una parte, y propietarios y rentistas de la misma. Son estadios sucesivos de la misma avidez por estrujar la inversión y buscar el beneficio.

En nuestra ciudad se caen las casas. A veces pillan dentro a los moradores o al personal que trabaja en su construcción o rehabilitación. El problema es complejo y no se puede despachar con la sandez simplista expresada por el alcalde: destrúyanse los edificios que se tambalean. No siento particular ojeriza hacia nuestro actual regidor; cualquier otro puede hacerlo tan mal e incluso peor. En los últimos luctuosos casos hubo apenas referencia a la condición de casas de alquiler de las siniestradas, porque para la mayoría de los ciudadanos el concepto de la vivienda rentable es incomprensible.

Uno es dueño del piso en el que vive, lo son los suegros o no se es nada. La comunidad de propietarios gestiona, al parecer con acierto creciente, el bien común que también conforma el patrimonio. Todo lo demás es subarriendo, aunque persista el interés directo en la buena conservación de las paredes. Otro asunto es la construcción, cuyos promotores se desentienden del producto una vez enajenado. La imperiosa necesidad de disponer de un techo salta sobre las exigencias de la calidad. En las viviendas llamadas sociales nos puede sobresaltar la taquicardia de la vecina de arriba. O de abajo.

Dicen que España es el país occidental con mayor número de poseedores de propiedad horizontal y esto viene apenas de hace 50 años. Antes, lo normal era el régimen de arrendamiento, y el casero representaba al inversor que alquilaba la morada, generalmente por el intermedio de un aborrecible administrador, encargado de cobrar los recibos mensuales, impedir que se realizaran obras de mantenimiento, haciéndose rico con los corretajes y tramitando el embargo y lanzamiento de los morosos. Creo que es una figura en trance de desaparición, como el buitre leonado. Incluso languidecen las empresas comerciales que les sustituyeron. La inflación, irremediable también en épocas de prosperidad, hace ilusorio y mentecato el oficio de casero, reducido a secuela hereditaria. Lo que fue manera de vivir y emplear el capital carece de futuro, sustituido por el ferviente deseo de que la casa se derrumbe, no necesariamente con los inquilinos dentro. Si los muros son sólidos, a la lenta acción del tiempo habrá que añadir la desidia, el abandono, la incuria.

Por ahí cabe la exigencia municipal, la vigilancia, la policía, en su primer sentido de observar y hacer cumplir las leyes y ordenanzas establecidas para el gobierno de ciudades y repúblicas. El afán más visible y tenaz es el recaudatorio.

Se echa en falta el interés por el buen estado y conservación de los edificios y la vida de los munícipes, que somos los contribuyentes. A los ediles no les alcanza la más remota responsabilidad civil y penal en las catástrofes, algo que sería muy estimulante.

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Rara vez se hace público el número de pisos vacíos, ni la realidad, escandalosa, de que, según el Anuario Estadístico de la ciudad, correspondiente a 1997, sólo en el distrito de Chamberí había casi 80.000 viviendas sin ocupar. Los propietarios prefieren pagar impuestos o multas por el transitorio lucro cesante, en tanto llega la millonaria oferta y la ilusoria espera de un terremoto.

El problema es peliagudo y sólo parecen disfrutar de cierta seguridad los que han tenido el cuajo de plantar tiendas de campaña en el paseo de la Castellana. Muy a menudo utilizo el autobús que pasa por las calles de Fuencarral y Hortaleza y creo conocer, por puro instinto, el estado de los edificios que flanquean el recorrido.

Procuro sentarme en el que supongo sea el lugar más alejado de un posible impacto, aunque reconozco que es una precaución muy imprecisa y de escaso fundamento. Por si acaso.

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