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'BoBoS' EN EL PARAÍSO

Análisis de los nuevos yuppies, un híbrido de la informalidad de los sesenta y la ambición de los ochenta

David Brooks

Rebeldes y conservadores, contraculturales y tradicionales, bohemios y burgueses. De la unión de este sucesivo par nacen los Bobos, Bourgeois y Bohemians. El ejemplar Bobo, emergido en los años noventa, es un híbrido en el que se mezcla la desobediencia de los años sesenta con la ambición de los ochenta. O bien, el Bobo es una mixtura entre el hippy y el yuppy, un alto profesional que no quiere concederle importancia al dinero ni a su ostentación, al contrario de los yuppies, que se complacían en la exhibición de marcas y la proclamación de sus conquistas de lujo. El Bobo, una década después de los yuppies, es un producto acomodado económicamente pero más trufado de rebeldía espiritual. Como dice el autor incluyéndose en el grupo: 'Somos gente adinerada, pero que tratamos de no convertirnos en seres materialistas'.

Por instinto, los Bobos son contrarios al establishment, pero se han convertido en el actual establishment. En los Bobos incluye David Brooks a unos diez millones de estadounidenses que ganan ahora más de 100.000 dólares (18.500.000 pesetas) al año. Un sector social provisto de títulos superiores, viajes al extranjero y cargos en la sociedad de la información, y cuya expansión ha coincidido con la verificación norteamericana de que la felicidad no correlaciona con el dinero y sí con más nexos humanos, placeres más simples, mejor relación con la naturaleza. En esa veta de creencias, los Bobos han conseguido, además, sintetizar la obtención del éxito y la conservación de cierto espíritu insumiso, aunque sea con gestos simbólicos. Es, por ejemplo, el caso de aquellos especialistas de marketing que han lanzado campañas de ropa deslizando la imagen de Jack Kerouac o zapatillas Nike bajo la advocación de William S. Borroughs. Y son los casos de Bill Gates y de otros jóvenes multimillonarios del mundo de la informática que jamás se vestirán con traje y corbata y sí con zapatones sin lustrar, pantalones deshilachados y jerséis raídos. 'Cuando te encuentras entre los privilegiados cultos', dice Brooks, 'nunca sabes a ciencia cierta si vives en un mundo de hippies o de corredores de Bolsa. En realidad, te has adentrado en un mundo híbrido en el que todos tienen un poco de ambas cosas'.

Los Bobos tienen dinero, pero el dinero que más cuenta dentro del grupo es el obtenido como efecto de materializar una visión creativa. La pasta que procede de aquellas actuaciones sorprendentes, en los negocios o no, que incluyen una parte de imaginación y de expresión artística. Así, un novelista que gana un millón de dólares al año gozará de más prestigio que un banquero que ingresara cien. Un cocinero afamado logrará más consideración que un rico promotor inmobiliario. Un director de cine independiente que obtiene, con sus películas anticomerciales, 100 millones de dólares disfrutará de mayor lustre que quienes se embolsan el triple con filmes producidos en estudios grandes. Un diseñador de software con dos millones en stock options será más estimado que un armador con decenas de millones en cartera.

La forma de ganar el dinero es capital. Pero también es decisiva la forma de gastarlo. Una regla clave del mundo Bobo es la de no gastar grandes sumas en objetos de lujo. El amor al lujo es vulgar, mientras que la atención a la necesidad es elegante. Es virtuoso, por ejemplo, gastar muchísimo en el frigorífico o en el horno de la cocina, pero es vulgar gastar lo mismo en un superequipo de música o en un televisor de pantalla panorámica. Es apropiado gastar cientos de dólares en unas botas de montaña, pero es de mal gusto invertir esa cantidad en unos zapatos de charol para las fiestas. Es positivo gastar doce millones de pesetas en un todoterreno (por su connotación de artefacto 'de trabajo'), pero es negativo hacerlo en un coche deportivo.

Por otro lado, es también definitoria la elección de las texturas de los objetos y los espacios. Los yuppies amaban las superficies lisas, los muebles negro mate, los suelos relucientes, las lisas paredes de mármol falso. Los Bobos prefieren, sin embargo, las superficies rugosas o nudosas, las maderas sin pulimentar, las esteras, los hierros sin bruñir, las camisas de franela y no de seda, el cuello blando y no estructurado. Todo lo que beben los Bobos, además, deja posos: las bebidas naturales con levadura, los zumos de frutas, los cafés orgánicos dejan un rastro en señal de una densidad vital. Los Bobos eligen escrupulosamente la calidad de los vinos, las frutas, los cereales, pero deben manifestarse también muy informados sobre las propiedades particulares de las fibras con las que decoran la casa o se visten, sobre la composición de los dentífricos que usan, sobre las técnicas de elaboración de un paté.

El Bobo pone una atención especial en los detalles y la enorme importancia de las pequeñas cosas. No compran nada que sea llamativo, pero sí todo lo que pueda albergar un sentido íntimo. Es una idea de gusto Bobo la de revestir el cajón del pan de terracota, algo en apariencia insignificante pero que permitirá al pan respirar mejor en su recinto. Igualmente, puede no advertirse de inmediato que el árbol de Navidad se encuentra iluminado de manera especial, pero entre los Bobos se apreciará que aquellas bombillas, algo mayores que las corrientes, pertenecen a una marca y una fabricación de los años treinta.

El Bobo es como un refinado intelectual del consumo, un científico del pequeño placer, un complejo experto de lo simple. Y todo ello ofreciendo una sensación natural y de calado. Los Bobos no se conforman con consumir lo bueno; aspiran, además, a recibir un mensaje, aprehender algo espiritual de la tonalidad de una piedra románica, del gusto de un café al aroma de avellana o del ligero polvo que se desprende de un antiguo apero. Porque los Bobos tienden también a estimar que lo muy moderno de verdad está pasado de moda y son por esto grandes compradores de viejas herramientas y antigüedades. Son coleccionistas de cucharas de madera, visitantes de las ferias de cerámica tradicional, expertos en aceites del Mediterráneo, amantes de los instrumentos musicales de alguna tribu centroafricana.

Regla 5. La élite culta debe practicar la informalidad

A las personas cultas les repele la idea de estar a la altura del vecino. Nada es menos respetable que competir con el prójimo para ver quién imita con mayor efectividad el estilo de la clase social superior a la tuya. Como representante de la élite culta hay que rechazar los símbolos de clase a fin de subir de categoría a los ojos de tus conciudadanos igualmente cultos. Todo lo que hagas debe ser un poquito más informal que lo que hace tu vecino. Tus muebles deben tener un aire un poco más campesino. Tu vida debe mostrar un aire un poco más sencillo. Así pues, tu vajilla no será del diseño majestuoso que utilizan en Buckingham Palace. Será blanca, como la que venden en Pottery Barn. No llevarás mocasines bruñidos, sino zapatos sencillos pero caros de Prada. La ostentación es vergonzosa, mientras que los objetos carentes de adornos son señal de una sinceridad refrescante. Debes aprender a no estar a la altura del vecino.

La clase culta fue pionera de este tipo de inversión en los sesenta, cuando un genio anónimo descubrió que podían venderse vaqueros desteñidos a un precio más alto que los vaqueros nuevos. De repente surgió una clase deseosa de rechazar el culto a lo nuevo que hasta entonces había dominado el consumismo. El gusto por la imitación de lo arcaico se ha extendido en el mercado de los más adinerados. En la actualidad, las tiendas de muebles pijas venden baúles de viaje nuevos, pero manchados para que parezcan viejos y con etiquetas desgarradas de lugares de destino. En todos los países en vías de desarrollo, los obreros de las fábricas se afanan en semidestrozar piezas que acaban de hacer para complacer a los consumidores norteamericanos, y sabe Dios qué pensarán de nosotros. Sin embargo, la compensación es evidente; si tus muebles parecen gastados, tu conciencia está limpia.

En los cincuenta y los sesenta, los intelectuales querían parecer modernos a toda costa. En 1958, el anuncio de la empresa de mobiliario Invincible ofrecía 'mesas modernaire, modernettes modulares y sillas modernease'. Hoy día, esos mismos estilos están de moda precisamente porque son arcaicos. Ser moderno de verdad está pasado de moda. Ahora, los restaurantes salpican sus suelos de pintura y maltratan sus mesas a martillazos para crear un ambiente más acogedor. Las ventas de los anticuados cortacéspedes manuales se disparan cada año un 20% o un 30% para servir a los profesionales retro-chic que bien podrían permitirse los eléctricos. Entretanto, los evangelistas del patinaje lideran el regreso a los monopatines y se distancian de la modalidad de patines on line.

La inversión no sólo se centra en el retroceso, sino también en el descenso. No basta con comprar cosas viejas, sino que, además, es necesario descender por el escalafón social y adquirir objetos que una vez pertenecieron a personas mucho más pobres que tú. El objetivo consiste en rodearse de productos que den a entender que carecen de importancia social porque en tiempos pertenecieron a personas tan sencillas y virtuosas que no reparaban en su modernidad. Ésa es la razón por la que cuanto más rico es un Bobo, más sencillo se torna su estilo de vida. Si vas a casa de un Bobo, puede que encuentres estaciones de trabajo y consolas de aspecto destartalado. Sus armarios serán vestigios de una antigua imprenta. Tendrá puertas rescatadas de una antigua fabrica de salchichas. Las barreras de protección infantil de la escalera serán conejeras del siglo XIX. De las paredes colgarán antiguos aperos de labranza a modo de elementos decorativos. Sobre las mesas se agolparán objetos artísticos de la vieja Norteamérica, como viejos frascos de linimento, latas de galletas, utensilios de cocina y especieros estropeados. Al contrario que la jerarquía del ancien régime, queremos hacer creer a los demás que hemos gastado menos en nuestras cosas de lo que en realidad hemos gastado.

Apreciamos las cosas viejas cuyas virtudes hayan devenido intemporales por su obsolescencia: herramientas de carpintero de principios de siglo, útiles de ballenero, mantequeras, bandejas de tipógrafo, lámparas de gas y molinillos de café manuales. Las cestas de buque-faro hechas de ratán y fondo de roble cuestan entre 1.000 y 118.000 dólares (casi 22 millones de pesetas). Sabemos apreciar la sabiduría innata del marinero analfabeto y los objetos que creaba. Él los consideraba herramientas, pero nosotros los valoramos como obras de arte.

Otro elemento esencial de esta actitud es la emulación de las culturas oprimidas. La antigua élite copiaba los estilos de los aristócratas europeos o los señores coloniales, pero los Bobos prefieren imitar a las víctimas del colonialismo. De hecho, si recorres una casa supersofisticada, observarás una extraña mezcla de artefactos que no tienen nada en común salvo la victimización de sus creadores. Una máscara africana se situará junto a una estatua inca sobre un mantel de tela samoana, brasileña, marroquí o tibetana. Incluso, algunas culturas europeas, como la celta, pertenecen a esta categoría, ya que fueron lo bastante oprimidas para que uno experimente un impulso benévolo al tiempo que admira la belleza de su iconografía. En ocasiones serán los objetos religiosos de una cultura oprimida los que se exhiban en un hogar culto: figurillas de la Amazonia, tótems indios, deidades egipcias, conchas animistas o estatuillas sintoístas. Es de buen tono exponer artefactos sagrados en un hogar culto siempre y cuando pertenezcan a una religión que no profesen ni el anfitrión ni ninguno de sus invitados.

Las élites cultas nos rodeamos de motivos de vidas que hemos elegido no llevar. Somos meritócratas muy atareados, pero escogemos objetos que irradian una calma premeritocrática. Avanzamos hacia el futuro con nuestras agendas electrónicas y nuestros teléfonos móviles, pero nos rodeamos de cosas primitivas, de objetos reaccionarios y arcaicos. Reconocemos nuestros privilegios con un sentimiento de culpabilidad, pero nos rodeamos de objetos propios de los desfavorecidos. No es que seamos unos hipócritas, es que perseguimos el equilibrio. Somos gentes adineradas, pero intentamos no convertirnos en seres materialistas. Somos personas atareadas, pero intentamos no perder de vista la esencia intemporal de la vida. Así pues, vamos por el mundo comprando frenéticos los avíos de la calma. Soñamos con construirnos un hogar donde por fin podamos establecernos y relajarnos, un lugar adonde no nos sigan nuestras ambiciones.

Este espíritu nos permite incluso reincorporar a veces los viejos estilos WASP [White, AngloSaxon and Protestant] en nuestro eclecticismo. Tal vez los WASP fueran racistas y elitistas; tal vez formaran el establishment que los Bobos han destruido. Pero al menos no los consumía la ambición. Por ello, cuando contemplamos esos rostros hermosos y serenos en los anuncios de Ralph Lauren, no podemos evitar la sensación de que tienen algo que nosotros anhelamos. Así, cabe la posibilidad de que nuestra decoración multicultural incluya un par de objetos que parecen salidos del Club Náutico de Nueva York, como una butaca de cuero gastado o una mesa de madera oscura. El establishment WASP ha muerto e, ironía de las ironías, el establishment protestante se ha transformado en una de esas culturas extinguidas destruidas por el avance implacable de la tecnología y el progreso.

Regla 6. Las élites cultas deben gastar ingentes cantidades de dinero en cosas que antaño eran baratas

Como parte de nuestro esfuerzo por librarnos de la corrupción del dinero, los representantes de la élite culta debemos dedicar mucho tiempo a distanciarnos de la élite pudiente, es decir, las personas más ricas pero menos cultas que nosotros. Los miembros de la clase adinerada invierten en pomposos artículos de lujo, como yates y joyas. Gustan de productos que las clases inferiores nunca comprarían, como foie-gras, caviar y trufas. En cambio, los miembros de la clase culta gastamos en productos que la élite del dinero nunca adquiriría. Preferimos comprar los mismos artículos que el proletariado, pero en versiones raras que los miembros de la clase trabajadora considerarían absurdas. Así pues, compramos muslos de pollo como todo hijo de vecino, pero serán muslos de pollos criados al aire libre a los que tratan mejor que a Elizabeth Taylor en un balneario. Compramos patatas, pero no la variedad vulgar de Idaho, sino esas patatas en miniatura que sólo crecen en ciertas tierras del norte de Francia. Cuando necesitamos lechuga, seleccionaremos exclusivamente esas lechugas delgaduchas que saben tan mal en los bocadillos. Lo genial de esta tendencia es que nos permite ser igualitarios y pretenciosos al mismo tiempo.

En consecuencia, acabamos pagando precios astronómicos por toda clase de artículos que antaño eran baratos. Una taza de café a 3,75 dólares, una botella de agua a 5, alpargatas de cáñamo a 59 en Smith & Hawken, pastillas de jabón a 12, un panecillo italiano a 1,5, un paquete de fideos de gourmet a 9,95, una botella de zumo a 1,75, hierba limonera a varios dólares el tallo, incluso una camiseta blanca a 50 o más. Gastamos nuestro dinero en objetos campesinos creados en versiones caras de sí mismos. Ahora somos capaces de cultivar gustos aún más refinados en los ámbitos más prosaicos.

Regla 7. Los representantes de la élite culta prefieren tiendas que les ofrezcan una variedad de productos mayor de la que jamás necesitarán, pero que no se entretengan en detalles tan insignificantes como los precios

Los representantes de la clase culta no se distinguen tan sólo por lo que compran, sino también por cómo compran. Se observa de forma habitual, por ejemplo, que en los cafés de moda casi nadie se limita a pedir un café, sino que pedimos un espresso doble medio descafeinado, con moca y espacio para un poco de leche. Otro pedirá un frapuccino a la almendra preparado con mezcla angoleña, azúcar moreno y una pizca de canela. No nos limitamos a pedir una cerveza. Pedimos una de dieciséis mil fermentos, eligiendo entre ales de invierno, lagers belgas y mezclas de trigo. Gracias a nuestra influencia en el mercado, todo lo que antes se nos ofrecía en un puñado de variedades ahora lo tenemos en al menos una docena de versiones: arroz, leche, tomates, setas, salsas picantes, panes, legumbres e incluso té helado (con un mínimo de cincuenta sabores de la marca Snapple).

Ello se debe a que las personas cultas se niegan a ser meros peones en una sociedad consumista. Quizás otros compren productos industriales, vivan en casas suburbanas idénticas, compren réplicas vulgares de antiguas mansiones vulgares o coman manzanas convencionales. Sin embargo, los representantes de la élite culta no quieren que los sorprendan siendo poco originales en su obra adquisitiva. Nosotros no recurrimos al plagio. Para nosotros, ir de compras no es tan sólo pillar unas cosas en la tienda, sino que es precisamente el hecho de escoger los platos para pasta ideales (robustos, no delicados; discretos, no monos; de Siena, no Wedgwood), lo que permite a una persona culta desarrollar sus gustos. En el reino de los Bobos, uno se convierte en conservador de sus posesiones. Por ejemplo, puedes ser algo así como el crítico de arte Bernard Berenson de la repisa de la chimenea y aplicar tu exquisita capacidad de discernimiento a la decoración de tu salón. Puedes elegir candelabros y marcos eclécticos y subversivos, y una selección de estatuillas y relojes atrevidos y espontáneos a la vez también refleja un pensamiento muy elegante. Puedes optar por un discurso extremo en la chimenea, experimentando con nuevos morillos y disposiciones de la leña. Cada objeto que expongas en tu casa se interpretará como un 'hallazgo' único. Lo habrás escogido en una de esas tiendas nuevas que se estructuran como rastros. Miles de personas menos cultas que tú lo habrán visto ya, pero han carecido del ingenio necesario para detenerse, y apreciar la ironía que emana. Pero aquí está, apoyado en la repisa de tu chimenea, un tributo, duradero a tu buen gusto y leve excentricidad. Si T. S. Elliot estuviera vivo y cuerdo y en su sano juicio, abriría una cadena de tiendas de muebles llamada Correlativos Objetivos, en la que cada objeto sería la expresión física de un sentimiento metafísico.

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