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Columna
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Ansuátegui

La primera vez que le vi no me pareció mal tipo. Tuvo el detalle, que agradecí, de acudir a la cita que habíamos concertado antes incluso de haber pasado por su nuevo despacho el día que se estrenaba como delegado del Gobierno en Madrid. Venía con un pantalón de sport, un jersey cerrado y le acompañaba su mujer, una señora que en todo momento se mostró sonriente y encantadora. '¡Qué poder tenéis los periodistas!' -me dijo él en tono de broma-,'llego ahora directamente de Pamplona y en lugar de ir a la Delegación lo primero que hago es verte a ti, espero que me trates bien'.

Era un hombre campechano, uno de esos señores de aspecto pueblerino que saludan efusivamente, hablan alto, y nada parece arrugarles. Algo tosco pero buena gente. Aparentemente, nada que tuviera que ver con los informes previos que nos habían pasado los colegas sobre su comportamiento como delegado del Gobierno en Navarra. Los periodistas de Pamplona le tachaban de intolerante y cerril, un cabezón incapaz de emplear la mano izquierda para soslayar los conflictos. Nos decían también que era un franquista, aunque tal apelativo suele ser empleado con tanta ligereza que como insulto está un poco devaluado. En aquella primera conversación me aseguró que, lejos de lo que comentaban sus detractores, él era un hombre abierto y dialogante, alguien dispuesto a tender la mano para mejorar la convivencia. Eso ocurrió hace 10 meses.

El pasado 9 de marzo, más de 2.000 personas marcharon durante casi tres horas por el centro de la capital para exigir la dimisión de Javier Ansuátegui, el delegado del Gobierno en Madrid. La convocatoria fue suscrita por 40 colectivos políticos, sindicales y vecinales que justificaban su demanda en la necesidad de recuperar la calle y la libertad de expresión. Había otros mensajes en las proclamas: se acusaba al Gobierno de criminalizar a los movimientos sociales, a la policía de practicar la brutalidad, y a los medios de comunicación afines al PP de complicidad con todos ellos, pero ninguno era coreado con tanto entusiasmo como el que reclamaba la destitución de Ansuátegui.

La realidad es que este hombre no ha caído bien en Madrid. Desde que accedió al cargo, el pasado mes de mayo, son incontables las ocasiones en que se ha enfrentado con los grupos u organizaciones que planteaban cualquier conflicto. En abierto contraste con su predecesor, Pedro Núñez Morgades, que buscaba exhaustivamente salidas negociadas para todos, el actual delegado practica el erre que erre en el más puro estilo Paco Martínez Soria. Entiendo que don Pedro le puso el listón muy alto y que resulta difícil desempeñar tan complicado cargo con el talante que él exhibió. Sin embargo, debió al menos entender que Madrid no es un villorrio que se pueda administrar con la boina calada hasta las cejas.

Todo esto que les digo estaría dispuesto a tragármelo letra por letra si con sus modos hubiera logrado una ciudad más tranquila y segura. No es el caso. Sigo viendo a los mismos descuideros breando a los turistas, atracos a establecimientos públicos por doquier y una banda de mozalbetes rumanos que se permite el lujo desde hace meses de asaltar en plena luz del día a los conductores en semáforos de Castellana. Cuando Núñez Morgades ocupaba ese despacho, las manifestaciones callejeras hacían insoportable el movimiento en el centro de la ciudad. Ahora que está Ansuátegui sufrimos cuanto menos las mismas, con la diferencia de que los concentrados van más cabreados.

Poco tiempo después de acceder Rudolph Giuliani a la alcaldía de Nueva York comenzó a aplicar manu militari la polémica teoría de las ventanas rotas acuñada por los criminólogos de la escuela de Filadelfia. La policía recibió órdenes de emplearse a fondo con todo aquel que transgrediera la norma, daba igual que fuera carterista, yonqui, vagabundo o grafitero. La mayoría de los colectivos ciudadanos y sociales de la ciudad se rebelaron contra el alcalde. Giuliani afrontó la protesta presentando unos datos espectaculares: en el primer año los delitos había descendido un 40%.

En definitiva, ir de duro por la vida puede estar justificado si con ello se obtiene alguna mejora en la seguridad, el orden público o la movilidad, pero ponerse chulo para estar igual o incluso peor no nos trae cuenta.

Lamento decir que los periodistas navarros tenían razón.

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