Todo a cien (por cien)
Entre bomba y disparo a la nuca resuenan como más disparos y dinamita las obscenas palabras de un joven que no parece haberse tomado la molestia de serlo, puesto que a uno le parece que lo joven colinda con la vida y no con la muerte. El muerto-viviente moral y desertor de su edad en ciernes logró emitir para un semanario italiano una de esas frases que resultarían lapidarias de no resultar lúgubres, inicuas, brutales y, finalmente, luctuosas: 'Matar es legítimo al cien por cien'. Claro que, como tienen por costumbre, se cuidó muy mucho de especificar que la muerte es legítima mientras se aplique no a él sino a los demás, pero, todavía más en concreto, a quienes él y los suyos señalen como enemigos. Matar, por ejemplo, a un perro sólo sería legítimo en un dos por cien, siempre y cuando estuviera rabioso. Y, matar a un ruiseñor, sólo en caso de extrema necesidad (gastronómica).
¿Lo demás? Ha muerto de metralla el mosso d'Esquadra Santos Santamaría y ha muerto de disparos el concejal del PSOE Froilán Elespe. Han muerto dos hombres más única y exclusivamente para dar la razón al idiota moral y a sus legitimidades porcentuales, así como a todos cuantos toman los muertos como corroboración de sus siniestros cálculos: ha muerto un hombre, luego había un conflicto. ¿Querrá decir eso que si mueren veinte más será porque hay veinte conflictos? ¿Cuántos van ya? Digo hombres muertos, no contenciosos inventados. ¿Cuántos más tendrá que haber para que algunos se den cuenta de que ahí no se dan síntomas de política sino de gangsterismo? Detrás del gatillo no existe un contrincante sino un pistolero: alardear de la pervivencia de las pistolas y de la dinamita sólo puede darse desde parámetros tan moralmente inanes como los que animan al cien por cien del joven querencioso de la muerte.
Robert Antelme titula sus recuerdos del horror nazi con unas palabras tan elocuentes como enigmáticas: La especie humana. Y lo hace a fin de contrarrestar la maquinaria de los campos de concentración concebidos para despojar al humano de lo humano antes de que la muerte lo consiga definitivamente: a los campos se va a morir, pero antes conviene que el ser humano vaya perdiendo todo cuanto le constituye y le identifica como tal, porque la humanidad está reservada a los constructores de los campos, es decir a la Raza de los Señores. Cuando ingresó en el campo, Antelme casi tenía la misma edad que el miembro de Haika ciento por ciento legitimador de la muerte. Sólo que se hallaba en el extremo opuesto. Tanto, que Antelme ni siquiera exige la muerte para quienes tanto habían matado. Unicamente pretende resistir a fin de poder librar después su testimonio del horror. Frente a quienes consideran la muerte como un hecho banal y cien por cien legítimo, Antelme reivindica la vida y opone el hombre a quienes lo deshumanizan para matarlo como se mata a... ¿los perros? ¡Los nadie!
Antelme escribía en 1947: 'No creemos que los héroes que conocemos, de la historia o de la literatura, aunque hayan clamado al amor, a la soledad, a la angustia del ser o del no ser, a la venganza, aunque se hayan rebelado contra la injusticia, contra la humillación, se hayan visto obligados a expresar, como única y última reivindicación, un último sentimiento de pertenencia a la especie'. Pues bien, parece que tenemos que volver a las andadas. Y todo gracias a este nacionalismo etnicista que nos diezma y que tendría mucho gusto en volver a fabricar campos para quienes no se sometieran a sus dictámenes. De momento, y a falta de tiempos mejores, se conforma con asesinar.
Por eso tendremos que volver a reivindicarnos como especie humana, porque quienes así practican la muerte obedecen a una ideología en cuya raíz no hay otra cosa que la subordinación de lo humano al criterio de los Señores de la Raza: sólo pertenece a la especie quienes ellos digan y censen. Al resto, como son cero por ciento humanos, les corresponde el ciento por cien de muerte. De ahí las amargas palabras de Antelme: cuando corren vientos totalitarios 'lo humano no puede ser tácito'. Por eso hay que gritarlo, con Santos. Con Froilán. Con tantos otros. Pero ninguno más.
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