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Picasso, en el burdel

Pablo Picasso pintó en 1907 un cuadro sin título; estaba en guerra con Matisse, pero se dejó influir por Cézanne; luego lo retocó después de haber visto unas máscaras en una exposición de arte africano. En su primera idea había dos clientes en el burdel imaginario: un marinero, un estudiante. Las chicas estaban comiendo (y en el cuadro aún queda una bandeja de frutas). El primer nombre fue Burdel filosófico; Picasso recordó el burdel de la calle de Avignon, cerca de donde él vivía en Barcelona, y que visitó alguna vez con sus amigos de Quatre Gats, y los títulos comenzaron a girar en torno a ese nombre, que abría un equívoco -una ambigüedad, tan deseada- con la ciudad francesa de ese nombre, tan pintada. Podía ser El burdel de Aviñón... Pero André Salmon sugirió el nombre de Les demoiselles d'Avignon, y con él, en francés, ha colgado en las exposiciones por donde pasó, y ahora en el Museo de Arte Moderno de Nueva York (MOMA). Entre las ambigüedades están algunas de la época: la sífilis, por ejemplo, por la que se quiso ver a estas señoritas fragmentadas, partidas por la enfermedad: y algún psicoanalista llegó a más, a encontrar en ese retrato de muerte y amor, de deseo sexual y miedo a la muerte, una obsesión de Picasso. Allá ellos. Si cito esto es porque la comedia no tiene nada que ver con la historia y podría permitir suposiciones irreales.

Jaime Salom está en su derecho, desde luego, de reducirlo todo a una historia más sencilla: el burdel, las chicas, y un joven Picasso enamorado de una de las pupilas, joven y bonita -Beatriz Rico-, y chuleándola para sacarle las joyas con las que iría a vivir a París; a punto de llevársela, de no ser por la tiranía de la Madama, que es una María Asquerino que está en la casa como una soberana en su trono, y que luego matiza de dolor, vejez y abandono el personaje en un epílogo en el que las cuatro chicas, ya liberadas de la prostitución, componen su historia después del cierre del burdel, que tienen un buen final burgués. Cuatro y no cinco, porque una de ellas se ahorcó, como en la casa de Bernarda Alba, de la que a mí me evoca algo: el encierro, el amor prohibido y el suicidio de una. No, no tiene nada que ver, pero en la actualidad se ven muchas obras extranjeras y nacionales de cinco muchachas y una dueña. Se ha convertido en una situación escénica, en un canon en el que caben mil variantes.

La obra de Salom comienza en la Barcelona de la bomba del Corpus y el fusilamiento (asesinato) de Ferrer Guardia y sus cinco compañeros, que sucedió en 1909 (dos años después de que Picasso pintara el cuadro en París) y termina (el epílogo) con las manifestaciones contra el embarque de quintos a la guerra de África. Tampoco importan mucho los anacronismos. Puede importar a un ambicioso que un autor tan diestro y tan querido (La casa de las chivas) haya dejado pasar burdel, Cataluña revuelta, sífilis y la irrupción de un arte nuevo por hacer una comedia corriente. Pero al público del sábado por la tarde -cuando la vi- le gustó mucho, mucho. Aplaudió la obra y a las cinco actrices y un actor que evocaron ante él amor, sexo y algo de desgracia.

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