Torres, un hombre y su sueño
Mi amistad con Francesc Torres topa con un escollo que ambos sorteamos como podemos: los coches. A él le fascinan, mientras que yo no sé ni conducir. Él puede ponerse en estado de trance al hablar de según qué modelos, y yo no distingo un Seat Panda de un Cadillac Coupe de Ville.
Una vez, en Nueva York, donde el hombre reside desde hace casi treinta años, intenté quedar con él a comer y me dijo que almorzara solo, que a esa hora daban por la tele las 500 millas de Indianápolis y no estaba para nadie. En otra ocasión, para demostrarle que yo no era del todo insensible a la belleza de las máquinas veloces, le comenté que me gustaba el PT Cruiser de Chrysler, pero él me dijo que lo había probado una vez (en las frías tardes de Nueva York, para matar el aburrimiento, el artista y su mujer, Terry Berkowitz, se van a un concesionario automovilístico y se dan una vuelta en diferentes vehículos) y que era más birrioso de lo que parecía.
Los coches como medio para reescribir la historia de un país. Francesc Torres ha reunido en el CCCB el sueño de Wifredo Ricart, un falangista hecho que creó los veloces Pegasos
Por fin, para apiadarse de mí y acercarme al mundo de los coches, me contó una historia que podía interesarme por sus connotaciones políticas: la del falangista catalán e ingeniero futurista Wifredo Ricart, que en la España del subdesarrollo se inventó los deportivos más caros y delirantes de todos los tiempos, los Pegasos de competición. El tal Ricart, según me explicó, además de un diseñador colosal, era un fachenda de cuidado que se paseaba por la Diagonal a lomos de un caballo blanco. Amigo del conde Ciano, pasó una temporada en Italia trabajando, si no recuerdo mal, para la Alfa Romeo. Con el paso del tiempo, sus prodigiosos vehículos se convirtieron en rarezas que hacían felices a los coleccionistas que podían costeárselas (entre los que, evidentemente, no se contaba el amigo Francesc).
Esa historia que me explicó Torres en su loft de Tribeca ha acabado convirtiéndose en la exposición que esta tarde se inaugura en el CCCB: un muestrario de coches que es, al mismo tiempo, una reflexión política sobre una época y un lugar, es decir, una mezcla aparentemente imposible de ética (o su carencia) y estética. A la que hay que sumar, por el mismo precio, una patada a esa leyenda urbana, tan del gusto de nuestros gobernantes autonómicos, según la cual Cataluña perdió la guerra. Ya sabíamos que sólo para una parte de Cataluña pintaron bastos en 1939, y que la Cataluña que ganó la guerra no sólo se puso las botas hasta 1975, sino que aún tuvo tiempo de apuntarse a Convergència en 1980 y seguir chupando del bote. Pero no está de más utilizar al inefable don Wifredo para intentar reescribir la historia con un poco de sensatez.
A todo esto, la recolección de Pegasos no ha sido fácil. Aún recuerdo el día en que Francesc me dijo:
- Chico, me parece que acabo de enviar la exposición al carajo en un ataque de sinceridad.
El hombre había estado negociando con un coleccionista y todo iba bien hasta que al propietario de los vehículos se le ocurrió decir que lo de Franco no había sido una dictadura. Momento en el que al comisario de la exposición se le inflaron las narices y dijo lo que pensaba del Generalísimo y de su prodigiosa democracia orgánica. Arrebato previsible en alguien que una vez creyó sinceramente en el comunismo y que si no llega a ser por el arte podría haber acabado tan mal como su amigo Salvador Puig Antich. Arrebato que, evidentemente, le dejó sin los Pegasos apalabrados.
Afortunadamente para Torres, su larga permanencia en Estados Unidos le ha conferido una vehemencia calvinista y una capacidad de trabajo considerables, así que los Pegasos acabaron apareciendo en diferentes países. Mientras escribo esto, me gusta imaginar a mi amigo sacándoles brillo personalmente y considerando, por un momento, la posibilidad de subirse a uno de ellos y dar unas vueltas por Barcelona.
La verdad es que son preciosos y me fascinan hasta a mí, que no distingo un Renault Clio de un Ford Thunderbird. Tal vez porque constituyen una prueba más de la locura típica de mi país, un lugar que, mientras la población se muere de hambre y campa por sus respetos el analfabetismo más brutal, se permite enmendarle la plana a Marinetti y fabricar unos coches imposibles.
Debe de ser por aquello de que España y los españoles (incluidos algunos catalanes) somos así, señora.
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