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LA CRÓNICA
Columna
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Contra el tiempo

Las fiestas sirven para inaugurar simpatías o para zambullirse uno en las aguas de simpatías inauguradas tiempo atrás y tal vez no demasiado usadas desde entonces. Pero no todas las fiestas funcionan, pues la simpatía es un fenómeno extraño y misterioso que requiere un clima propicio, capaz de crear una impresión de intimidad. Tal vez por eso, la fiesta que se celebró el jueves por la noche en casa de Esther Tusquets fue modélica, un exitazo. Digamos que, a los invitados, el piso nos venía dos tallas pequeño y continuamente llegaban refuerzos que se internaban como podían en el tumulto, de modo que, en medio de ese cafarnaúm donde cada cual luchaba por su Lebensraum, era imposible mantener la reserva y la inhibición, y el calor humano, la bebida y las ocurrencias disparatadas hacían el resto.

Fernández Cubas acaba de regalarnos un libro de recuerdos fascinante, insólito y arriesgado, de esos que no se parecen a ningún otro

Allí estaban, codo con codo, Enrique Vila-Matas, Gonzalo Herralde, Ana María Moix, Ana María Matute, Cristina Peri Rossi, Eugenio Trías, Alicia Giménez Bartlett, Paula Massot, Pedro Zarraluki, Laura García Lorca, Julieta Serrano, Flavia Company, imposible hacer la lista completa. Baste decir que, de haber estallado una bomba, el mundo de la edición barcelonesa no habría dado abasto para homenajes póstumos.

Cristina Fernández Cubas, la dueña del asombroso poder de convocatoria que nos había congregado allí, es una mujer a quien le encanta volar, pues sostiene que 'hay pensamientos que quizá sólo tengan sentido en las alturas. En el aire se piensa mejor. O se piensa distinto. En tierra, cada historia va por su lado. Aquí arriba, en el aire, todo coincide'. Tal vez por eso, por las súbitas, poderosas y arremolinadas corrientes de aire que crean las historias al coincidir en lo alto, de las tres veces que he viajado en avión con Cristina, en dos de ellas hubo unas turbulencias horrorosas. Pese a mi enconado ateísmo, durante la más intensa de ellas me descubrí santiguándome mientras se abrían los maleteros, caían los equipajes y las azafatas se pegaban unos batacazos espectaculares por los pasillos. Afortunadamente, la tercera vez se durmió.

Autora de algunos de los mejores relatos con que cuenta la lengua castellana (no se pierdan Ausencia, Helicón, El ángulo del horror y La flor de España, tras cuya lectura nunca he podido pronunciar o escribir la palabra contratiempo sin pensar inmediatamente en ella, como si hubiera registrado la palabra en un improbable registro de la Propiedad Léxica), Fernández Cubas acaba de regalarnos a sus lectores un libro de recuerdos fascinante, insólito y arriesgado, uno de esos libros que no se parece a ningún otro, que responde al sugerente nombre de Cosas que ya no existen y que, de alguna manera, contiene, abarca e ilumina el espíritu de toda su obra anterior. Su autora habla de él en el prólogo como de un pequeño buque, una travesía con escalas que aúna 'historias sueltas, retazos de memoria, anécdotas de viajes y fotografías de un álbum caótico'.

Decía Kundera que cada cual lleva dentro de sí una 'millonésima diferencial', una singularidad que basta con abrir ojos y oídos para acariciarla. Y es precisamente esa mágica intuición para captar la singularidad de las cosas y detectar lo asombroso, lo enrarecidamente anómalo que se agazapa tras la cotidianidad, tras lo aparentemente rutinario y normal, lo que conforma la mirada singular de Fernández Cubas.

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Amén de ofrecernos un regocijante inventario de hechos asombrosos y a veces desopilantes y desasosegantes a la vez, como cuando Carlos Trías, el marido de la autora, está a punto de ser reclutado como soldado en un autocar abarrotado que acababa de cruzar la frontera de Ecuador o cuando ambos descubren que la frontera entre Argentina y Bolivia es la pierna de un funcionario, Cosas que ya no existen constituye una lúcida indagación sobre las difusas fronteras entre ficción y realidad y sobre la memoria y sus extraños mecanismos. De hecho, la propia estructura del libro juega a desconcertarnos y atraparnos y salta de episodio en episodio, de recuerdo en recuerdo, hacia delante y hacia atrás, siguiendo las caprichosas analogías y las disparatadas circunvoluciones con que siempre nos sorprende la memoria, cuyas leyes se nos escapan, aunque a veces, cuando estamos en el aire, todo coincide.

Una de las cosas más emocionantes de este libro, que no escatima precisamente sorpresas y emociones, es el homenaje que su autora hace en él a la literatura oral, fuente primigenia de la que brotan todas las historias, encarnada en Totó, la niñera que cuidó de Cristina y sus hermanos en la infancia y que con sus relatos insuflaría para siempre en aquella niña la necesidad de escuchar y de contar historias. Porque sólo escuchando y contando historias se consigue iluminar los perfiles y adentrarse en el corazón de las cosas. Y porque sólo escuchando y contando historias puede uno detener el tiempo y recuperar esas cosas que ya no existen.

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