Midori
Quienes siguieron de cerca las demostraciones que acompañaron a la exposición La edad de oro de la cuerda, reconocerían pronto el sonido del violín de Midori. Su Guarnerius del Gesú ex-Hubermann, al igual que el Guarnerius de la exposición (ex-Von Szerdahely Vieuxtemps), pusieron en escena un timbre inigualable, mucho menos brillante y esplendoroso que el del famoso Stradivarius, pero hechicero por la profundidad y el ensimismamiento: dos años de diferencia en la construcción de los mencionados instrumentos (años 1736 y 1734, respectivamente), pero un mismo color, hermoso e indescriptible.
Si sumamos a la genial huella del luthier la aproximación a la música que practica Midori, nos encontramos ante una conjunción perfecta. La violinista japonesa se acerca a Bach y a Beethoven con unas gradaciones de volumen exquisitas, interpretándolos casi desde fuera -aunque sin distanciamiento-, como si de un sueño o de un recuerdo se tratara, como si el tiempo se hubiera detenido.
Ciclo de grandes violinistas
Midori, violín. Robert McDonald, piano. Obras de Bach, Beethoven, Schubert y Respighi. Palau de la Música. Valencia, 13 de marzo.
Su sonido, pequeño -excesivamente pequeño a veces-, parecía recrearse en esa misma carencia y hacer de la necesidad virtud, jugando con la gran gama que existe entre el mezzo-piano y el pianissimo. El fraseo, expresivo y contenido al tiempo, se abrazaba con el del teclado sin dejar ningún resquicio métrico desajustado.
Había -al menos en la primera parte del concierto en el Palau de la Música de Valencia- una voluntad manifiesta de no contemplar al partenaire como a un simple acompañante. Porque Midori y Robert McDonald sabían que no era esa la voluntad de Bach ni la de Beethoven.
Vigor y energía
Sin embargo, el desequilibrio a favor del piano que se insinuó en las dos primeras obras interpretadas, no tenía justificación alguna con Schubert y Respighi. Ahora el violín resultaba tapado aunque la joven japonesa tocara con indudables vigor y energía.
Su estilo y su instrumento no le permitían sobreponerse a un pianista algo desbocado, y Robert McDonald se había movido mejor en los pasajes contrapuntísticos que en las series de acordes, en la severidad de Bach que en el artificio de Respighi.
La violinista siguió luciendo durante el concierto, incluso con una música más superficial, maneras impecables y personales. Sus ataques sonaban a menudo como una auténtica messa di voce, ya que el sonido surgía imperceptiblemente del silencio e iba adquiriendo cuerpo, poco a poco, sin saltos ni brusquedades: tenía un Guarnerius en las manos y sabía utilizarlo.
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