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Sobre mártires y rojos claudiados

Este fin de semana, la Iglesia española beatificó a 233 mártires. La noticia nos devuelve a la época en que media España se sumergía periódicamente en sus orgías de recuerdos victoriosos y conmemoraciones macabras, mientras a la otra media se le helaba el corazón. Creíamos que el esfuerzo de reconciliación democrática realizado por el país con tan elevado grado de generosidad por ambas partes significaba arrinconar para siempre este tipo de ceremonias del recuerdo cainita. Tres papas habían considerado desde los tiempos de la guerra civil que lo menos que podía hacer la Iglesia romana por España, ya que no lo hizo entonces, era contribuir a apagar el rescoldo de odio que dejó en los corazones de muchas familias españolas uno de los episodios más tristes de la historia del siglo veinte.

Parece que los dirigentes de la Iglesia oficial consideran hoy que esto ya no es necesario y que tienen vía libre para desenterrar a sus muertos y para reivindicar la contribución de sus predecesores a la victoria de la España rebelde contra la España republicana y democrática. Allá ellos. La respuesta de los demócratas ante tamaña provocación no debiera transitar por la misma senda, sino reafirmarse en el clima de concordia y de perdón que hizo posible la transición y la convivencia en paz desde hace ya veinticinco años -y que sea por los siglos de los siglos-, actitud mucho más cristiana que la de la Iglesia oficial, que es compartida por la mayoría de los católicos de buena fe.

Traigo aquí dos testimonios para demostrar que, incluso en el clima de violencia tribal que se desencadenó en España tras la sublevación armada del 18 de julio de 1936, hubo muchos españoles de uno y otro bando que no se dejaron arrastrar por el odio y la pasión y dieron ejemplos heroicos de humanismo. De muchos ejemplos como éstos, guardados en la memoria colectiva, se formó la más preciada herencia que recibimos los españoles de la transición. Ambos hechos ocurrieron en Orense, mi tierra natal, a la que José Ángel Valente llamaba Augasquentes.

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El primero es un testimonio autobiográfico publicado por el propio poeta en sus Cantigas de alén. Valente tenía entonces siete años y había nacido en una familia 'de bien y muy cristiana y de derechas y con un tío fraile'. Por mucho que la España oficial se autodenominase invicta, al Valente niño todos los españoles de aquella época le daban la impresión de estar vencidos, aunque, naturalmente, a los que se denominaba rojos anduviesen 'más descabalgados que los otros'. Su padre llevó a Valente al monasterio de Oseira a visitar a algunos de estos rojos, cuitados, cuya mirada se le quedó al niño clavada para siempre, como si de un trueque espiritual se tratase: 'Quedaba uno sobrecogido y casi con deseos de llorar. Aunque suerte tenían aquellos rojos. Iban sobreviviendo. Estaban allí. Otros no estaban. O nunca habían estado', nos dice Valente de sus cuitados rojos de Oseira.

El padre del poeta era un hombre de derechas -'caballero de Santiago, o falanges de segunda línea'-, pero se había negado a salir con los camiones por la noche para llevar a los rojos 'a las claudias', que es como en Orense se decía de asesinar a los del otro bando y dejar al amanecer las cunetas sembradas de cadáveres de enemigos políticos: 'Un hombre muerto en la cuneta. Una mujer que llora. La nada. Pájaro de plata muerta', dice Valente, en homenaje al poeta Luis Pimentel. Por negarse a participar en esta orgía de sangre, su padre había sido encarcelado: '... Nosotros lo íbamos a ver en su arresto y él callaba melancólico... Cuánta soledad en el aire. Cuánta en la tierra', nos recuerda el último Valente.

Un familiar mío muy querido convalecía estos días en un hospital tras una operación. Al visitarle llevé conmigo la antología póstuma de Valente Anatomía de la palabra -en la que se recoge la historia de los rojos de Oseira- porque el poeta dice que desde el balcón de la casa de Ourense en que nació se veían las luces de Santa María de Melias, y yo sabía que mi familiar se había educado en Melias hasta 1931, al cuidado de un tío suyo, párroco del lugar.

Resultó que la Melias de Valente (Santa María de) no era la Melias de mi familiar (San Miguel de). Ésta es parroquia mucho más importante, del Ayuntamiento de Coles, que tenía incluso estación de tren. Pero eso no impidió que yo le leyera el poema de corrido y que, en contrapartida, mi familiar me obsequiase con una historia simétrica a la que cuenta Valente, pero con los bandos cambiados. La refiero aquí tal como me la contó, sin cambiar tan siquiera los nombres de los protagonistas (por si alguien sabe qué pasó después).

El tío de mi familiar mantenía una especie de tertulia de curas en el jardín de la rectoral -que así se llama en Galicia a la casa donde viven los párrocos-, cuyo objeto aparente era rezar el breviario. A esta tertulia solían acudir, cuando estaban en Melias, otros dos curas, tío y sobrino, llamados ambos D. José Ribada, que desempeñaban su oficio en otras parroquias, pero eran naturales del lugar y allí vivía toda su familia. D. José Ribada, el sobrino, había pertenecido al Orfeón de Orense y tenía una hermosa voz de tenor que daba muy buen juego en las gallegadas. No así en los responsos, en los que lucía más bien D. Antonio, un cura mayor, con voz de bajo, que cantaba en la catedral de Orense y también venía a la tertulia del tío.

Entre febrero y julio de 1936, aquellas reuniones de curas rezadores en la rectoral de Melias (San Miguel) debieron de resultar sospechosas para la gente de izquierdas de Orense, y rara era la semana que un grupo de manifestantes no se acercaba a Melias a increparlos. En el mes de julio, a punto de estallar el levantamiento militar, las amenazas subieron de tono y ya presagiaban lo peor: 'Rezad, rezad, que falta os va a hacer y ya no os queda mucho tiempo', se oía gritar a los manifestantes.

La noche del 18 de julio llegó a Melias un grupo del Frente Popular con una lista y se llevó a los Ribada hacia el monte. Allí, entre blasfemias e insultos, la partida se dispuso a acabar con los dos curas. A uno de ellos, sin embargo, se le cruzó la mirada con la del joven Ribada y cayó en la cuenta de que se trataba del mismo tenor que años antes había cantado junto a él en el Orfeón de Orense. La mirada del cantor salvó a los Ribada: 'Yo estas muertes no las hago; vosotros veréis', dijo, y se marchó. Su gesto aplacó los ánimos del resto de la partida: 'Marchaos; echad monte abajo y volved a Melias', les dijeron a los Ribada.

Así pues, no todo fue martirio y claudiación. También hubo miradas humanistas que conservaron vidas y que helaron el corazón de los hijos de los vencedores. Y andando el tiempo, de ahí vendría la reconciliación.

Álvaro Espina es sociólogo.

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