Amigo, amigo
Rafael Martínez Nadal, uno de los últimos del 27, no descuidó su físico con la edad. El buen porte que conservó hasta el final recordaba al deportista que fue en su juventud, al buen galán que disfrutó a veces de un mundo transgresor sin abandonar las formas, al atildado caballero que, tan integrado en la vida londinense, se convirtió en un verdadero gentleman. Por lo demás, un periodista de la BBC en toda regla: curioso sin disimulo, analista perspicaz, irónico sin maldad, investigador con ganas. No parecía un exiliado nostálgico, pero era todo lo contrario a un español desarraigado. Este cosmopolita vivió atento a lo que aquí pasaba sin escurrir el bulto, comprometido con su biografía, con su propio destino, con su condición militante de republicano y liberal. Liberal, se entiende, de los de antes, de los de la Institución Libre de Enseñanza. Por lo que uno sabía de Lorca, a Martínez Nadal no era difícil imaginarlo como su confidente, como su cómplice de aventuras amorosas y fiestas. Tenía en común con Federico el entusiasmo por la vida, su optimismo, y era una persona sonriente, entusiasta, ameno conversador, tan apasionado vividor como el poeta. Esa cercanía, que le llenaba de orgullo, no lo convirtió jamás en un indiscreto. Cuidó el recuerdo de Lorca con devoción de amigo y de testigo, con la elegancia de quien no actuaba movido por la vanidad ni por la ambición. Tal vez esa actitud lo hizo especialmente cómodo en la amistad de los poetas, pues fue también amigo de Cernuda, y en su pasión por la literatura y en su admiración y generosidad encontraron los creadores a un buen lector y quizá a un desinteresado consejero. Aleixandre me había hablado de él con la fascinación que sentía por los amigos leales, por esa gente que no hace ostentación del conocimiento de la privacidad de los otros. Y el día en que José Luis Cano me pidió que lo entrevistara para Ínsula, en el insólito espacio de olivos de la casa de su suegro de Chamartín, allí nació mi amistad con Rafael. Me lo contó todo, sin que llegáramos a hablar de comprometidas intimidades, y, con la sonrisa pícara del buen vividor que fue, me daba a entender lo que no decía o subrayaba lo que yo dejaba caer al desgaire. En los pasados noventa me encargaron un programa biográfico sobre Cernuda para televisión y lo llamé para que viniera a Sevilla. Su entusiasmo vital desbordaba la cámara. Ahora muerto, la última imagen que guardo de él es la de un Martínez Nadal pletórico, soñando con que Cernuda lo viera aquella tarde luminosa junto al Guadalquivir. 'Luis no se olvidaba nunca de Sevilla', dijo, y cambió de conversación para no emocionarse.
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