Voces de gesta
Pero ¿de verdad hubo alguna vez un par de centenares de mártires valencianos a beatificar de una tacada?
De no ser tan suficiente la influencia de la iglesia católica en nuestra sociedad (los templos estarán vacíos, salvo episodios puntuales de histeria colectiva, y las vocaciones tienen menos futuro que las quejas contra los moteros de las mascletàs, pero, que se sepa, Aznar y Pujol, Arzalluz y Zaplana son personas de comunión católica cuando menos dominical), carecería de importancia su decisión de beatificar hoy mismo a más de dos centenares de presuntos mártires valencianos de la fe, entre los que supongo que abundarán los clérigos, ya que cada iglesia tiene sus ritos de paso como cada océano su mecánica, cada satanás su rabo y cada cerdo aftoso su sanmartín anticipado. Todo eso forma parte de una vetusta escenografía que ahora aspira a convertirse en único escenario. Pero esta especie de olimpiada romana de la hostia en vísperas falleras adquiere cierto aire de provocación si se considera que toma como pretexto nada menos que la Guerra Civil para premiar con la beatitud celestial a los buenos y que buena parte de esos santos varones sería con toda probabilidad tan defensor de la fe como antidemocrático y golpista contra el orden institucional que tomó por asalto el pronunciamiento de patera acorazada protagonizado por Franco, la espalda más pringosa de Occidente.
¿Me atreveré a decir que esos numerosos santos por su casa no habrían requerido de inclusión en martirologio alguno de no haber secundado en su momento más aciago las argucias de una asonada ilegal? Más que defender la verosimilitud de la defensa de su propia fe en momentos de tribulación, que a eso todas las sectas religiosas tienen idénticos derechos para edificación de su feligresía, bien que unas más adquiridos que otras, se diría que se trata de una chulería de postín en la que el arzobispo García Gasco y su superior polaco, Wojtyla, aprovechan la ocasión para mostrar bien a las claras que ni olvidan ni perdonan ni, muchos menos, pedirán jamás perdón, en su nombre o en el de otros, no ya por lo hecho sino por lo mucho que les queda todavía por hacer. No hay duda de que lo harán, y a conciencia, siempre que Dios les conceda vida.
No es asunto de un pasado provisto de una venganza que conviene servir fría, sino más bien la ocasión que el conservadurismo compasivo de siempre ha esperado agazapado desde los años de la transición política para revelarse sin tapujos como lo que realmente es, una instancia más política que espiritual dedicada a reforzar mediante el autoritarismo rebobinado la implantación atroz de su presente. Escuchar al Arzobispo de este ciudad liberal sus diatribas contra las parejas de hecho o sus recomendaciones morales en tanto mediador autoproclamado entre su Dios y el resto de los mortales es como ver por la tele a los talibán bombardeando su pasado de piedra, la vuelta de una irracionalidad férrea y estúpida que entre el oscuro frenesí de sus sotanas vaticina a los televidentes un futuro irrenunciable de pecado y condenación a treinta, sesenta o noventa años. Ajenos a esa catequesis de postrimerías, miles de motos laicas andan en trance de terminar con la fiesta de las fallas en vivo y en directo, haciendo de caballitos del asfalto mientras las muchachas tiran de ombligo y de mochila de omoplato en los mediodías áureos de un centro urbano poco dado al éxtasis de la contemplación, todo como prólogo a una semana santa que sus animadores reales anuncian sin miedo como de santas vacaciones en la playa o en antros distintos a los estrictamente eclesiásticos.
Menos santa, aunque también algo semanal, es la trifulca antinacionalista que se ha montado a cuenta de unas sinceras declaraciones de Marta Ferrusola et altri. Todos nos llamamos algo, alí, alá o alló, pero qué mas da esa circunstancia heredada. Lo que importa es que hasta Mario Vargas Llosa aprovecha los alardes de sinceridad ajena para presumir de la propia, a saber, que en verdad, en verdad os digo que todo nacionalismo es pernicioso por esencia. Una gran idea, casi una aspiración anarquista, expresada en un castellano algo madrileño. El fundamentalismo religioso que ametralla esculturas milenarias o beatifica a una ristra de acreditados clérigos quintacolumnistas coincide en su propósito más o menos declarado de exclusiones con los nacionalistas dados al particularismo y con los nacionalistas beatos de la universalidad que se atribuye a la escritura en castellano. He aquí que se le ha visto el rabo a la xenofobia de presunta raíz catalanista, y entonces enseñan la patita los defensores nacionales de la xenofobia hacia los nacionalismos periféricos. Y Zaplana haciendo de viajante de comercio -tal vez aconsejado por Berlanga- que vende su dudoso acierto de España por las plazas castellanas.
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