Desidias políticas
Las tragedias humanitarias no son nuevas. Prácticamente nos hemos acostumbrado a guerras, hambrunas y catástrofes de todo tipo, si bien en los últimos años su repetición y especialmente sus desastrosas consecuencias sobre numerosos países subdesarrollados permiten que veamos con especial claridad cómo su impacto es mayor cuanto más pobre y desorganizado es el país que las sufre.
Efectivamente, sabemos sobradamente que cada catástrofe que periódicamente nos sacude es un excelente indicador de la situación social de un país, de su grado de desarrollo y especialmente de las condiciones de vida de los más desposeídos. Ya sean guerras o terremotos, huracanes ó inundaciones, hambrunas o sequías, los pobres tienen un raro privilegio, probablemente el único de su desdichada existencia: ser víctimas de los mismos, protagonistas privilegiados de cada siniestro a los que añaden damnificados contabilizados en cientos de miles de personas.
A pesar de los avances técnicos, nuestro planeta parece cada vez más indómito, más soberbio, más incontrolable, pero demuestra con toda contundencia las dramáticas diferencias en las que vive la humanidad. Así, se nos muestra domesticado en los países occidentales donde las catástrofes apenas originan víctimas, mientras que en los países pobres esos mismos desastres originan miles de damnificados como sacrificio añadido a las penosas condiciones de vida que acompañan la existencia de tantos cientos de millones de personas en este vapuleado planeta. Y siendo naturales los orígenes de muchas catástrofes no lo son en absoluto sus efectos, sino que tienen una responsabilidad claramente humana. La de mantener en países y ciudades a buena parte de la población viviendo en condiciones infames, sobre laderas de montañas frágiles, bajo casas construidas con desechos que se transforman en tumbas cuando la naturaleza decide reivindicar su propio ser, entre basuras, o en medio de zonas pantanosas e inundables.
Ayer India y El Salvador, anteriormente Mozambique o Guatemala, Nicaragua, Honduras, Armenia, Turquía, da igual el país, porque en todos ellos vemos a la misma población hecha entre sufrimientos, asumiendo con la dignidad de la que carecen sus gobiernos un destino repleto de desdichas. Las catástrofes de los últimos años se han venido caracterizando por su magnitud y complejidad, exigiendo operaciones humanitarias de una gran envergadura en la medida en que una y otra vez los países donde se registran de forma cada vez más acusada demuestran su absoluta incapacidad, ya no para tratar de prevenirlas, sino siquiera para ofrecer unos mínimos dispositivos de ayuda y socorro, lo que ha llevado a que nos acostumbremos a ver cómo los Gobiernos descargan en las organizaciones y el personal humanitario sus responsabilidades políticas. Imágenes recientes como las del terremoto de la India, país con armas nucleares y uno de los ejércitos más poderosos del mundo, donde aparecían mujeres y hombres desescombrando edificios enteros con las manos deben de llevarnos a pensar que por encima de la necesaria solidaridad que estas catástrofes desatan deben de ponerse en marcha mecanismos políticos supranacionales que obliguen a estos países a salvaguardar y proteger a sus ciudadanos.
Tan preocupados como estamos en establecer un nuevo orden mundial y en dotar de contenido a las instituciones internacionales ha llegado la hora de establecer mecanismos que obliguen a tantos gobiernos a emplear parte de sus recursos en evitar que sus poblaciones se conviertan cíclicamente en silenciosas víctimas a las que solo les queda la generosidad de las ONG's. Ni las ONG's pueden reemplazar a los gobiernos, ni tampoco deben de jugar a hacerse cargo de las políticas estrictamente públicas.
Pero con cada catástrofe nos hemos acostumbrado a un código de imágenes y símbolos que está acabando por ser utilizado como un elemento más de consumo, mimetizado y repetitivo. Tras las primeras imágenes e informaciones de los medios de comunicación vienen los pésames, e inmediatamente se fletan aviones militares con ayuda de emergencia, acompañados por personal humanitario y enviados especiales que van a darnos buena cuenta de la magnitud de la catástrofe. Posteriormente se inciarán las inserciones publicitarias de anuncios de ONG's reclamando dinero en cuentas corrientes, poniéndose en marcha conciertos solidarios y shows televisivos de todo tipo y pelaje. Finalmente se producirán visitas oficiales justificadas con el envío de nuestra simpatía y solidaridad, al tiempo que las informaciones sobre el drama humano se van apagando poco a poco en los medios de comunicación.
Sin embargo, en el caso español, carecemos de una verdadera política de ayuda humanitaria y de emergencia, estando basada en estos momentos en el apoyo generoso de la sociedad civil, ya sea a través de las ONG's, bien a través de los donativos que los españoles ingresan en sus cuentas corrientes. Desde la cooperación oficial, la ausencia de directrices políticas e incluso la escasez de recursos económicos lleva a poner en manos de las fuerzas armadas buena parte de las respuestas inmediatas mediante envíos que en no pocas ocasiones superan el valor mismo de la carga, generando numerosos problemas de distribución y facilitando productos que no siempre son los más necesarios. En la medida en que las partidas presupuestarias existentes en la cooperación española para estos sucesos son absolutamente exiguas, en los últimos años el propio Gobierno ha puesto anuncios en la prensa solicitando donativos a la sociedad, como si un Gobierno no tuviera recursos públicos y tuviera que apelar a la filantropía para responder a sus compromisos internacionales. Por si fuera poco, de esos donativos no se ha dado a conocer su destino final, habiendo sido empleados posteriormente de forma más que dudosa y sin que tuviera que ver con la catástrofe que generó el ingreso. Pero posiblemente el mayor drama de la ayuda humanitaria española venga de la mano de la utilización de créditos FAD de ayuda aligada como instrumento fundamental para 'socorrer' a unos países devastados y en muchos casos severamente endeudados, créditos que aumentarán la deuda externa de esos países.
No podemos renunciar a nuestro derecho a indignarnos ante las catástrofes; pero es ilusorio pensar que tanto desastre y tanta calamidad pueden solucionarse solo con la buena fe de las ONG's y la solidaridad de cada uno, ante la ineficiencia reiterada de tantos gobiernos y la voracidad de un sistema económico y político mundial en el que los pobres siempre serán los perdedores.
Carlos Gómez Gil es Profesor del departamento de Análisis Económico Aplicado de la Universidad de Alicante y Director de Alicante Acoge. cgomezgil@ctv.es
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