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Columna
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Capitalismo

La característica más efectiva del capitalismo es su capacidad de perversión de los esfuerzos políticos que han procurado limitar las injusticias de la libertad económica. En la vistosa bandeja de sus frutos, más que un panorama de armonía y felicidad pública, el liberalismo muestra la corrupción criminal del estalinismo y los desmanes antidemocráticos de la mayoría de sus enemigos. La realidad económica actual se justifica en los errores ajenos, pero no en las razones humanas de sus movimientos. Por eso extraña la despreocupada alegría de los defensores de un mercado sin control, que cruzan por el escenario turbio de la actualidad vestidos de fiesta, con una sonrisa de pasodoble y cantando 'capitalisssmooo', como los protagonistas de Bienvenido, Míster Marshall cantaban en la tierna postguerra aquello de 'americaaanosss'.

Ya sé que la realidad es siempre demagógica, que el planeta parece un pasquín revolucionario y trasnochado. Pero uno se descuida a veces y mira directamente a la calle, sin pasar por las interpretaciones razonables y benefactoras de los banqueros y de los jefes de la Otan. Últimamente la realidad insiste más de la cuenta y empieza a fastidiar el miedo que sentimos ante la carta de los restaurantes, cada vez más alejada de la carta de los derechos humanos. La conciencia trágica del existencialismo y las responsabilidades de la libertad han vuelto a caer sobre los ciudadanos europeos, divididos entre sus ganas de tomarse un chuletón de ternera y su instinto de supervivencia.

La pulsión de vida nos empujaba antes a la carne; hoy preferimos mantener la dieta por culpa de unos especuladores sin control. Hace años que los científicos avisaron de la degradación del planeta, de que tendremos que dejar de respirar como las cosas sigan así. Las medidas reales de planificación han fracasado porque la autoridad competente, en este caso americana, no quiere prohibir la corrida del humo que lanzan a la atmósfera sus cabezas pensantes.

Y no es que importe mucho, pero debemos hablar también de los daños a terceros, o sea, de los ciudadanos del Tercer Mundo. Urgidos por el hambre, se empeñan en llenar nuestras costas de cadáveres y en salvar con ojos ahogados la distancia, cada vez más grave, que existe entre el dinero y la gente. Los pobres no se enteran de que Dios hizo el mar para el disfrute de turistas y de submarinos atómicos.

La realidad demagógica demuestra que el mercado pervierte lo que toca, pero los liberales olvidan sus platos rotos para mirar con desprecio el deseo alternativo de los que intentan construir con leyes un mundo más habitable. Así las cosas, la izquierda tiene que perderle el miedo al realismo legal de los sueños. ¿Por qué no establecer un impuesto internacional para corregir la miseria del mundo? ¿Por qué no tomarse en serio un impuesto autonómico sobre esas ganancias asombrosas que los bancos airean tan impúdicamente? En el debate sobre las cajas de ahorros, los andaluces deberíamos introducir algunas reflexiones (si no extremas, por lo menos extremeñas) sobre el dinero de los bancos.

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