Comanches
Paso habitualmente por la madrileña avenida de la Castellana, camino de mi casa. Lo que quiere decir que paso por el campamento comanche de los trabajadores de Sintel, esos 2.000 damnificados por una política empresarial de morro y bandidaje. Llevan siete meses sin cobrar y han montado un poblado en la avenida, frente al Ministerio de Economía. Todos los días se manifiestan, y cada vez que tropiezo con el atasco que provocan se me llevan los demonios (pobre Madrid, depositaria de todas las broncas del Estado). Recuerdo particularmente un viernes nefasto en el que me pilló manifestación de Sintel por la mañana y manifestación de Sintel por la tarde. Un colapso circulatorio de horas. Aquel día hubiera querido poder desintegrarles.
Aparte de esos momentos de desesperación conductora, la verdad es que les estoy tomando cariño a estos comanches de la sociedad pos-industrial. Veo cómo va asentándose el poblado cada día, cómo aumentan los tenderetes y las pancartas. En los atascos hay tiempo de mirar y ya me suena la cara de bastantes. Y reconozco el anorak que llevan, gris con una franja azul sobre los hombros. El otro día incluso vi un grupito fuera del campamento, en un barrio lejano. Advertí su presencia por el anorak, del mismo modo que los sioux se distinguían por su adorno de plumas específico. Se me alegró el corazón y me dieron ganas de saludarles. Ya son algo mío. O, para ser exactos, algo nuestro.
Sintel era una moderna y rentable empresa filial de Telefónica. En 1996, el Gobierno de Felipe González se la vendió al cubano Mas Canosa por dos duros, en una de esas operaciones turbias y apestosas que auguran lo peor. Al parecer, Canosa dejó sin pagar 4.500 millones, y luego sus herederos descapitalizaron la empresa y la hundieron con vigoroso empeño. Además, Telefónica les debe dinero, y el Gobierno del PP se desentiende. No tengo espacio aquí para contarlo todo, pero créanme si les digo que es una historia de abusos y de víctimas. Todas las sociedades cometen unas iniquidades específicas, y estos trabajadores de Sintel masacrados por la cultura del pelotazo son algo muy propio. Son los sacrificados por la maquinaria, son los olvidados. Son nuestros comanches.
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