La vida es una 'Tómbola'
Creo que un grupo de escritores, hasta el momento anónimo, está haciendo circular un manifiesto a favor de la vuelta a nuestras pantallas del programa Tómbola. Y me encuentro a Juan Cruz en la sala de espera del shiatsu donde vamos a que nos den masaje para relajarnos aquellos que ya estamos desahuciados por la psicología convencional, y me pregunta si a mí me gustaría encabezarlo. La idea es la siguiente, que yo encabece la lista de firmas con mi nombre, y que los demás aparezcan con seudónimo. ¿Y van a ser sólo autores de Alfaguara?, pregunto. 'No, creo que se están adhiriendo de Anagrama, de Seix Barral, incluso de Cátedra', me aclara. O sea, una cosa como superplural, le digo. Eso mismo, me dice. Me quedo pensando porque la cosa me tienta, pero no acabo de ver claro por qué yo soy la que tengo que encabezar la unánime protesta.
-Mujer, al fin y al cabo, de todos es sabido que si hay algo que tú no tienes es vergüenza. Has confesado públicamente que veías dicho programa.
-Sí, pero por qué he de ser yo la única que salga del armario.
Y además, le digo, Juan, aquí donde me ves, tan sumamente superficial, yo también apostaría porque Tómbola fuera sustituido por un programa cultural, al estilo Sánchez Dragó, que a mi humilde entender ha puesto una pica en Flandes. Es lo suyo en la televisión pública: un programa cultural en el que se entreviste, no a los típicos escritores del 'yo vengo a hablar de mi libro'. Por Dios, abramos un poco el espectro: a Álvarez Cascos (esas poesías de Cascos a Gemma Ruiz Cuadrado); o de gastronomía, con invitados tipo Arias Cañete; de arte inclusive, con Celia Villalobos; o de ritos ancestrales con personajes de todos los distintos países del Estado, como Marta Ferrusola o Heribert Barrera.
Inquieta, llamo desde la misma sala de espera del shiatsu a mi asesor moral, R. R. (por su columna en Babelia, etcétera) para pedirle consejo. Manolo, le pregunto, ¿ya ha llegado el manifiesto tombolero a Babelia? Me dice que sí, pero me aconseja que no me signifique. Ya, le digo, es que me parece una traición haberme tirado tantos viernes viendo a Pocholo Martínez Bordiú, al escritor Ricardito Bofill y a Asdrúbal y ahora, cuando el barco se hunde, ser la primera rata en abandonarlo. Pero Manolo me dice algo sensato: 'También yo me pongo ciego en el Kentucky Fried Chicken y no firmo un manifiesto a favor de la comida basura'.
Mi vida ha cambiado bastante esta semana que hoy acaba. La otra noche quedo con mi amiga Laura García Lorca que viene de Granada y me enseña una revista preciosa llamada Cuadernos de la Huerta de San Vicente, en la que escribe doña Isabel García Lorca un texto emocionantísimo de sus recuerdos de infancia, y una vez que acordamos que uno de los libros insustituibles de memorias que pudieran publicarse hoy en España sería el que escribiera su tía, me pide que, por favor, la lleve a hacer una visita al mítico cajero porno: 'Porque no sólo de cultura vive el hombre', me dice Laura con su acento angloandaluz. La llevo y qué dirán que nos encontramos, que los usuarios de la sodomía han instalado unos cartones que dificultan la visibilidad de dichas prácticas. 'Hija, de verdad que lo siento, a lo mejor es que los usuarios/as leen EL PAÍS'. Se vuelve a Granada como desengañada: ¿habré perdido una amiga?
Y digo que la vida me ha cambiado porque el viernes llega la hora de la basurilla tombolera y me digo a mí misma: 'No sólo no voy a firmar tal manifiesto protómbola, sino que voy a poner Documanía a fin de culturizarme', y la verdad, no es por nada, pero la perversión me persigue, porque me veo un documental de una hora sobre pitos (no digo penes porque es cursi y tampoco pollas porque me afea el artículo). Alucinante: son entrevistas en profundidad con hombres en bolas contando cuál ha sido a lo largo de su vida la relación con su pito. Por ejemplo, William Dougall, de profesión violinista, 60 años, sale fumándose un puro, lo enseña ya mediado a la cámara y dice: 'Ven este puro, pues mi pene en estado de erección no llega a la mitad. El tamaño es un problema, las mujeres ven dicha miniatura y les da la risa'; luego sale otro que es ejecutivo publicitario y habla de lo terrible que ha sido para él tenerla grande, dicho lo cual, se levanta y, efectivamente, aquello es monstruoso, le llega hasta la rodilla; otro que utiliza una pera de esas de farmacia para bombeársela y que se le levante; otro que se cuelga unas pesas del miembro para alargarlo, y un negro desmintiendo el tópico, no el de que lo negros llevan el ritmo en la sangre, sino el de que los negros la tienen más larga. En ese momento entra mi santo y viendo aquello me dice: '¿Es que no había otra manera de sustituir Tómbola, cariño? Yo pensé que la ausencia de basura televisiva te arrojaría a la lectura'. Termino el documental exhaustivo sobre tipología pitofláutica y me pongo a leer Estupor y temblores de Amèlie Nothomb, por aquello de que lo oriental, como dice Bicoca del Fresno, se impone. Es curioso que en Occidente todos los que estamos de los nervios busquemos refugio en las relajaciones orientales y este libro, que cuenta de verdad la vida en una empresa nipona, muestre la brutalidad, el autocontrol enfermizo de esa sociedad. Como dice nuestro amigo el hispanista japonés Norio Shimizu: 'Ustedes creen que allí nos pasamos el día comiendo sushi'.
Desengañada del mundo del Sol Naciente me compro Querencia, el último disco de Mayte Martín. La voz de esta catalana desmiente que el flamenco se lleve en la sangre. Ella lo aprendió en los discos, escuchando a Valderrama y a la Niña de los Peines. Y quisiera terminar dedicándole una copla a don Heribert Barrera, copla que canta la Martín como Dios. Señor Barrera, esto lo canta una dama que es paisana suya y que canta flamenco y en castellano. Va por usted: 'Quisiera yo renegar / de este mundo por entero; / volver de nuevo a habitar / por ver si en un mundo nuevo / encontraba más verdad'.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.