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ISLA ABIERTA | gente
Columna
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Un hombre de mundo

Cada vez que Plácido Domingo aterriza en Madrid le entra tal arrebato patriótico -'mi ciudad, mi ciudad, ¡oh, mi ciudad!'-, que cualquiera diría que anda por el mundo soñando con el parque del Retiro. La verdad es que advertimos que regresa porque nos lo recuerda él: viene tanto que parece que nunca se hubiera marchado. Es posible que puedan tener la misma impresión en Viena, Berlín, Milán o Nueva York: allí donde llegue encontrará razones autobiográficas para justificar su emoción al pisar de nuevo el territorio. Domingo es, además de buen cantante, un esmerado actor, atributo nada desdeñable para quien se dedica a la ópera. Y quizá por eso mismo sea tan dúctil a la hora de pasar de un Parsifal a otro, según vea la obra el director de turno. Por lo que cuenta, el Parsifal que podemos contemplar ahora en Madrid es minimalista. Y no sé cuánto Domingo y cuánto Parsifal pueden sobrar si se lleva ese concepto a sus últimas consecuencias. Porque Domingo es todo menos minimalista, y no digamos Wagner. Pero también -fortachón, abrumador, sobrado de sonrisas- es capaz de hacerse mínimo si la ocasión lo requiere. Siempre ha encarnado muy bien su personaje wagneriano de caballero redentor de la Orden del Santo Grial, aunque carece de la apariencia sacerdotal de algunos de sus colegas (concentrados, monacales) y gusta de tener sus pies en tierra. Y esa ductilidad que en la escena muestra al maestro incuestionable lo hace camaleónico en la vida, lo cual, por mucho que en un rasgo de autenticidad deje aflorar ahora sus canas, le permite cumplir 60 años sin que se le note. De ahí ese aire mundano que lo hace parecer un excelente relaciones públicas o un ajetreado hombre de negocios. Cuida a la clientela y agradece de antemano al público lo bien que lo trata. Pero aprovecha ahora para tirar de las orejas a los protestones que últimamente pitan en el Real cuando alguien no les gusta. Aureolado de moderación, niega la posibilidad a los usuarios del libre uso de su libro de reclamaciones. Rosa María Sardá en cambio añora la existencia de un público protestón, como si detrás de su añoranza hubiera una denuncia extensible a la sociedad resignada que vivimos. 'Ya ni patean en los teatros', se queja Sardá. Pero Plácido es un conservador que aspira a que vaya más gente al Real y se ofrezcan más óperas populares. El maestro García Navarro le contesta que él también, pero que falta presupuesto. O sea: que todo el presupuesto lo disfrutan unos cuantos y es necesario más dinero de todos si queremos que la ópera sea de algunos más. Mal negocio para un contribuyente.

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