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Columna
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Kertesz, Ibarretxe y los otros

Si hubieran leído a tiempo la conmovedora obra del gran escritor húngaro Imre Kertesz en su reflexión Yo, el otro, esos que pusieron la bomba de Martutene o tantas otras no lo habrían hecho. Algún resorte en el alma les habría saltado para impedirlo. No ha sido así. Y no hay más vía humana que la de las lágrimas para reaccionar. Al Estado le queda, además, afortunadamente, la de la ley. ¿Que más queda? Efecto cero salvo el dolor, consecuencias políticas nulas excepto la rabia, repercusión histórica ninguna si se obvia la tragedia íntima, familiar y humana. Es, sin duda, un drama el hecho de que mucha gente no lea a Kertesz, porque algunos al menos de los que odian aprenderían a conocer la compasión. Un nuevo drama se nos lanza a la garganta. No es otro que la reducción del sentimiento por estrangulamiento de la palabra. Es la incapacidad del luto de que hablaba Alexander Mitscherlich, la ofuscación del odio, pero también la inmensa, insoportable capacidad de vestir de normalidad al crimen que confiere a algunos el tener un enemigo más odiado que el asesino: la víctima.

Dice Kertesz en su citada obra: 'Esta gente ha construido su vida sobre un uso pervertido de la lengua. Peor aún han elevado este uso pervertido de la lengua a un consenso válido y en su derrota no han dejado más que damnificados en el uso de la lengua que ahora necesitan asistencia urgente moral, ya que sus palabras devaluadas por el uso perverso del idioma han quedado convertidas en ristras de papel que amenazan con desvelar sus heridas morales'. Más adelante dice: 'En lo que a mí respecta, intuyo que aguantaré en mi sitio, en todo caso puede aumentar mi náusea'.

¿Cómo no recordar a Kertesz, húngaro y judío, lúcido y desarraigado, generoso y poeta, superviviente de Auschwitz y Buchenwald, cuando se oyen frases como las de Imaz, Anasagasti o Ibarretxe condenando el último atentado? Ya no son los asesinos quienes nos deben preocupar. Allá ellos con su demencia. Nuestra lucha contra ellos es primitiva porque ellos lo son. El horror más profundo lo producen quienes nos han decepcionado. Esos de quienes creíamos eran de los nuestros y titubean desde hace años y cada vez parecen más ser de los otros. Que Heydrich era un asesino lo sabían muchos desde muy pronto en Alemania. Que los vecinos y los políticos conversos al apaciguamiento con el fascismo también podían ser colaboradores necesarios fue algo que supimos después. Muchos, demasiado tarde.

Kertesz ha sabido por qué él sigue vivo y murieron todos aquellos con los que compartió juegos en la infancia, se interroga sobre las posibilidades de salvación de los mandos de las SS que mandaron a la muerte en duchas de gas a tanta familia, tantos amigos, tanta gente que sólo pretendía vivir. Al fin y al cabo, la única gran apuesta que nos es permitida. Como les debía haber sido aceptada a los dos chicos de Elektra en Martutene. Aunque quizás alguno de ellos hubiera calificado su propia muerte como 'consecuencia de un conflicto histórico que no se puede simplificar' o 'respuesta a violencias estructurales' o vaya usted a saber qué. La perversión del idioma ataca al alma y a la mente. En Alemania, en Hungría y en Euskadi. Nadie es inmune a los códigos que debilitan los mecanismos de piedad y solidaridad entre los hombres. Muchos judíos iban a la muerte con sentimiento de culpabilidad, ese mismo sentimiento que ve el escritor húngaro en las reflexiones de Ludwig Wittgenstein, aquel judío millonario vienés que percibía el judaísmo como un sarpullido en su persona. ¿Qué sentirán los compañeros de un muerto ahora que entendió muertes pasadas?

El judío antisemita tiene su perfecta equivalencia en los españoles, vascos o no, que en Euskadi quieren arrancarse a sí mismos todo lo que tienen de españoles para ser políticamente correctos con la doctrina del régimen imperante, por obediencia y docilidad o por interés en participar en el gran banquete que el nacionalismo incontestado celebra repartiendo beneficios en Gobierno, diputaciones y ayuntamientos. Como no puede ser, y además es imposible, romperse uno mismo la identidad, la historia real, que no la inventada, y los sentimientos, los resultados son traumáticos porque siempre son consecuencia de una amputación. El hijo del inmigrante quiere ser el vasco más genuino sin entender por tal más que la patética caricatura que del vasco dan los máximos sacerdotes de un nacionalismo de niveles intelectuales tan tristes como hoy se ven en el Partido Nacionalista Vasco. Existió en su día un vasquismo generoso y cosmopolita. Hoy, por obra y gracia de gentes como Javier Arzalluz, no queda ya sino una versión troglodita y culpable, resentida y misérrima, pero además objetivamente cómplice de aquellos de los que no vamos a hablar aquí.

Dice Kertesz: 'Cómo observo el terrorífico deterioro de este país, cómo vivo su paranoia suicida. Cómo me alejo diariamente del mismo por culpa de esa selección nacional del odio y por mis propios recuerdos'. La prótesis moral, la muleta moral, las sillas de ruedas morales de que habla el escritor húngaro evocan tanto y tan bien los recursos del nacionalismo vasco ante su fracaso y la indignidad en la que ha quedado sumido, una vez más gracias a profetas soberbios y despóticos, que no queda sino desesperar, bullir de indignación o armarse de coraje para luchar por acabar con este espanto que insulta a todos aquellos que aún no consideren la cobardía como un elemento fundamental para la supervivencia en 'normalidad'.

Casi todo tiene una explicación, y la de los magníficos y poéticos textos de Kertesz radica en que siempre fue víctima y jamás se pudo ver en el papel de verdugo. Pero tampoco en la de compañero de viaje, cómplice o como quiera calificarse a aquellos que lamentan muertes, pero achacan su autoría a conflictos nebulosos y expresan comprensión hacia los móviles de los asesinos. En los años treinta hubo una gran depresión en Alemania. Esto explica en parte los éxitos del nacionalsocialismo, pero no exonera a ninguno de los muchos que estuvieron seleccionando en la rampa de Auschwitz a los judíos que podían trabajar y a los que debían ir directamente a la cámara de gas. Tampoco a quienes, en colaboración con los nazis o en mera obediencia, hicieron posible tan terrible selección.

Kertesz, que vendrá pronto a la Residencia de Estudiantes de Madrid para presentar su obra, muy poco conocida aún en España, transmite esa amarga reconciliación con el ser humano que sabe de la interinidad absoluta de su existencia. Por ello es una voz bella y robusta en contra de todo aquello que puede hacer sufrir más de lo necesario a nuestras frágiles existencias. Por eso hace campaña poética contra las tribus y en favor de los individuos. Por eso también es una pena que quienes pusieron la bomba en Martutene no hubieran leído a Kertesz. Ni otros muchos que después de que estallara se lamentaban, pero buscaban denonadamente explicaciones más allá de la existencia de los asesinos, de su disposición y del lenguaje del odio y la sospecha supuestamente interracial que muchos otros han promovido con entusiasmo.

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