'Extraños en la noche'
Por estas fechas, mi santo se pasa el día mirando al cielo. No porque crea en Dios, sino porque tenemos tres arbolillos frutales en nuestro retiro campestre y le preocupa que una helada repentina nos fastidie el fruto. Yo entiendo su preocupación, pero oyes, hasta cierto punto. 'Ni que fueras san Isidro', le dije de camino al Auditorio Nacional para ver al mítico Cuarteto Alban Berg, 'no me des la tarde, que te conozco; como me vuelvas a hablar del calentamiento de la Tierra, agarro el canasto de las chufas y te vas tú solo a ver al mítico cuarteto'. Dirán ustedes, qué carácter, pero es que en esto estoy con mi amiga Bicoca del Fresno cuando dice: 'Es bonito preocuparse por el planeta Tierra y sus habitantes, pero tampoco somos mártires'. Menos mal que, como yo digo, la música amansa a las fieras, y el mítico cuarteto interpretó una pieza de Haydn que nos devolvió la paz espiritual. En el intermedio, ya reconciliados, nos encontramos con un amigo que me soltó que él prefería leer los domingos a mi santo, lo encontraba más profundo a la par que cultural, me dijo, porque a mí las cosas de chismes no me van. No había mala hostia en sus palabras, pero tengo mi sensibilidad, y me escoció un poco, ya que confieso que a lo que aspiro en la vida es a hacer una crónica cultural, pero está visto que no me sale. Y miren que pongo empeño, porque cuando, tras el descanso, el cuarteto atacó con una pieza de un tal Lutoslawski, que a mí me dejó el cerebro como si me lo hubieran llenado de moscas, aplaudí como la que más, como la presidenta del club de fans de Lutoslawski. Mi santo me dijo al oído: 'Pero para qué aplaudes tanto, corazoncillo, si a ti esto no te gusta'. Me da igual; a partir de ahora, me coloco en la vanguardia con el crítico de música de este periódico, que escribió que lo único que había merecido la pena del concierto había sido Lutoslawski. Como decía la canción: 'Manda huevos a Sandra / que se va de la ciudad...'.
Lo más gracioso es que el otro día me dice el editor Jorge Herralde que se me da bien el arte de la Selfdeprecation, o sea, de la autoflagelación. Herralde pensaba que cuando yo cuento aquí que me encuentro a lectores que me leen la cartilla es que me lo invento. No, no, le digo, qué me voy a inventar, ya me gustaría. El editor traía de la mano al maravilloso escritor italiano Claudio Magris, que presentaba Utopía y desencanto. Mientras don Claudio hablaba yo me puse a pensar en algunos capítulos que tanto me han gustado de este libro, el que habla, por ejemplo, del honesto disimulo a la hora de relacionarnos con los demás. El honesto disimulo es el cubrir momentáneamente la verdad para no ser groseros e impertinentes con los otros. Dirán ustedes, ¿y para qué se va esta mujer a escuchar a Claudio Magris si en vez de escucharlo se pone a pensar en los artículos de Claudio Magris? Buena pregunta. Volvamos a la Selfdeprecation: primero, no entiendo bien el italiano, aunque como música de fondo lo prefiero a Lutoslawsky; segundo, de siempre me ha costado concentrarme; tercero, si bien en los primeros minutos de la conferencia estuve recordando la fina prosa de Magris, confieso que pronto mi cabeza se puso a darle vueltas a algo mucho más terrenal: me pasé la conferencia pensando 'qué bueno está Claudio Magris'.
Reconozco que como pensamiento deja bastante que desear, pero así fue y así lo cuento: '¿Cómo es posible que un hombre tan inteligente, que analiza tan acertadamente la condición humana y la historia de nuestra época, sea al mismo tiempo tan guapo? Yo personalmente encuentro que se trata de una milagrosa coincidencia'. Cierto es que con comentarios así Babelia se parecería al Diez Minutos, pero sugiero a Jorge Herralde que en el próximo libro de Magris ponga una foto de don Claudio en la portada. Siempre alegra e incita a la lectura.
Pero dejémonos de temas filosóficos y volvamos a poner los pies en la tierra, o mejor aún, en el pediluvio de mi gimnasio (el pasillo de guijarros de río que activa la circulación), donde me encontré de nuevo a Bicoca del Fresno. Bicoca, le dije, ¿a que no sabes a quién vi la otra tarde justo en la esquina de mi cajero-porno de la calle Almagro? A la Infanta Elena. Del susto Bicoca perdió el equilibrio; menos mal que pude agarrarla, porque a punto estuvo de partirse los dientes contra los chinarros. Estuve tentada, le confesé a Bicoca, de acercarme y decirle: 'Doña Elena, váyase pitando, que a mí, en calidad de súbdita, no me gustaría que usted viera ciertas prácticas sexuales que no encuentro bonitas para que las vea una infanta'. Pero no me acerqué. ¿Por qué?, me reprochó Bicoca, Marichalar te lo hubiera agradecido; por una cuestión estética, le dije, yo al lado de la Infanta me siento como el señor Galindo. Qué coquetas somos las mujeres, dijo para sí Bicoca, supercomprendiéndome.
Esa misma noche, mi santo se encerró en su cuarto a escuchar un programa en la radio que Máximo Pradera dedicaba al mítico cuarteto Alban Berg. Yo me puse la tele por equilibrar la balanza y que no piensen ustedes que somos la típica pareja de pedantes, todo el día a vueltas con Alban Berg. Lo que son las cosas, salía Lolita cantando una canción de su nuevo disco, Mía, de Manzanero, y como se decía antes, se me representó a su padre completamente, como si fuera El Pescaílla reencarnado en mujer. Me puse a buscar uno de mis discos favoritos, una recopilación de canciones del padre de la rumba, en la que canta Extraños en la noche con un swing que ya quisieran muchos y manejando un inglés tan imposible como maravilloso. De pronto, se puso a nevar con la voz de mi Pescaílla de fondo. Ni Woody Allen conseguiría un momento tan romántico. Mi santo, que a veces también es sensible, vino hasta la ventana donde yo estaba. Parecía que estaba a punto de decir: 'Está sonando nuestra canción'. Pero en esto que mira a la calle, ve que nieva, se le borra la sonrisa y me suelta: 'A tomar por culo el albaricoque'.
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