Manta, navaja y trabuco
Calles con nombres como Alhóndiga, Zamudio, Escarpín u otros evocadores de épocas pasadas rodean a la plaza que hoy, si se mantiene el tiempo casi primaveral, pueden y deben empujar a quien corresponda hacia la plaza de San Pedro que, junto con la del Cristo de Burgos, hace un curioso cuerpo monumental en el centro de la Sevilla antigua.
Coja el mapa de la ciudad y, si es clásico, sitúese en la Plaza Nueva para orientarse o dar punto de referencia al huésped, que tras un tardío desayuno con tostadas, tirará por la calle Sierpes o de las Sierpes, hasta llegar a la Campana tras haber pasado por la Casa de los Relojes, el Casino o el Círculo Mercantil. Sitios tan clásicos, y mutables, que no se asombran de nada: los mimos semovientes por unas monedas, un quinteto de cuerda bajo la marquesina del Teatro Imperial, un flautista con perro incluido. Otra sorpresa tendrá entre dos establecimientos del mismo nombre y hechuras absolutamente distintas: escopetas, cuchillos, caza y, al frente, patines con cinco ruedas en fila, esquíes; la revolución cultural deportiva en cuatro pasos.
La plaza del Cristo de Burgos tiene una curiosa simetría vegetal: dos gigantescos ficus al principio y al final
Si quiere disfrutar puede continuar, pastel en mano y boca, por la calle Imagen y, ahora sí, al cruzar Mercedes de Velilla encontrará en la confluencia de las vías Doña María Coronel, Almirante Apodaca y la plaza del Cristo de Burgos, esa otra de San Pedro.
Debe su nombre a una hermosa construcción religiosa -hoy y desde hace muchos siglos, cristiana- sobre la que los expertos no acaban de coincidir. Unos dicen que Recaredo, rey godo converso, la mandó levantar sobre un templo pagano. Otros, que era una antigua mezquita, lo que no es ninguna tontería viendo la torre campanario (Giralda en miniatura) sobresaliente del resto del templo, que se proyectó por Martínez Infante en el siglo XVI.
Dé una vuelta y seguirá desconcertado porque va a apreciar dos ventanales visigóticos, arpilleras mozárabes embutidas en otras góticas, ladrillo, tejas blancas y azules, faroles de forja y, si entra por Apodaca, verá salir a tres curas de los de ahora con aspecto de los de antes, sólo que sin sotana, cerrando la Casa Parroquial. Encima de la puerta hay un mosaico: 'Tu es Petrus et super hanc petram edificabo ecclesiam meam...'.
Pase al interior del templo dispuesto a encontrar tres naves separadas por pilares que soportan las bóvedas de cañón góticas, nervadas poderosamente. Se sorprenderá la visita viendo esa azulejería que destaca en todo el lugar: techos y paredes sobre los cuales, haciéndose un hueco, hay restos de pinturas del siglo XIV.
Obras de Lucas Valdés (Apología de la Eucaristía), Zurbarán, Juan de Astorga en La Capilla de las Ánimas y en la Capilla de San José. La Capilla Mayor de los Hermanos Francisco Dionisio y Felipe de Rivas. Juan de Roeles. Un retablo de Herrera el Viejo.
¿Quiere alguien más? Ahí va: lienzos del XVI al XVIII, Capilla del Cristo de Burgos original de la catedral castellana, hecha por Juan Bautista Vázquez el Viejo en 1573. La lápida que recuerda que aquí fue bautizado Diego de Velázquez o La Sepulcral de Antonio Petrucio Di Calvi fechada en el siglo XVI. Todo ello restos muy vivos pertenecientes a más de mil años de aluvión cultural que ahora goza sin necesidad de echar mano a la cartera ni apartar telarañas, pues todo es gratis y casi, casi impoluto.
De esta iglesia, de la que está usted a punto de salir, hace también su comienzo procesional, por supuesto más esperado, la Pontificia, Ilustre y Fervorosa Hermandad del Santísimo Cristo de Burgos, Negociaciones y Lágrimas de San Pedro y Madre de Dios de la Palma el Miércoles Santo con 1.315 nazarenos que acompañan a los dos pasos. Uno: el del Cristo en la Cruz, obra de Juan Bautista Vázquez, restaurado por Manuel Gutiérrez a finales del XIX y vuelto a tocar por las manos de Don Enrique Gutiérrez Carrasquillo. La imagen de la Virgen se atribuye a Manuel Gutiérrez Cano en 1884.
Ya es momento de dejar la parroquia, ir a respirar no el aire puro -estamos en el centro de Sevilla- pero sí algo semejante, enfrentándose a la plaza del Cristo de Burgos, que tiene una curiosa simetría vegetal: dos gigantescos ficus al principio y otros igualmente enormes, al final.
No todo van a ser bares, por eso, golosos, pueden intentar entrar en una bombonería, chocolatería de nombre equívoco. Póngase guapo o guapa porque la dependienta se negará a hablar; saldrá su jefa del obrador y un caballero forzudo, portador de un teléfono viene detrás. Ninguno querrá hacer otra cosa que venderle chocolate. Así que compre si le queda valor y váyase en busca de un bar.
Por eso entramos en otro lugar, hermosa antesala de lo de San Pedro, y anden con cuidado, no se rompan los tobillos si pisan el pavimento desigual, buscando un sitio donde apagar la sed y mitigar la gazuza. Puede hacerse muy bien en la Taberna de Coloniales, casa fundada en 1925 por uno de los muchos montañeses que vinieron a la ciudad montando mezcla de colmado y taberna. Allí tomaremos, servido por la delicada Mar u otros compañeros -Sixto, Ana, Fidel-, tablas de todo tipo y ¡carne de avestruz!
Si el gusto es otro, al fin y al cabo el avestruz es un pollo enorme de mirada seductora, ahórrese el paseo y dirija los pasos a la tasca Pinedo Ribera, donde José Campos, cliente de toda la vida, o Juan, el camarero, puede que suelten la lengua y se entere de que aquí son asiduos los amigos Peíto y Risitas, comparsa de Jesús Quintero.
Que cuando daba la vuelta el tranvía en la Encarnación había un conductor hambriento que desenganchaba el trole para subir a su casa a por el bocadillo.
Si siguen en la brecha, rodeados de jamones, chorizos, morcillas y otros vicios, perdonarán al perrito ladrador mientras oyen que aquí hubo una de las más famosas casas de posta y fonda. Paraba la diligencia de Carmona y tenía casa el pintor andaluz José Almonte con exposición en el Círculo Mercantil.
Serena, la visita, irá a la calle recordando que José dijo, como en secreto, que en Lucero 7, aparte de la diligencia, se albergaba de vez en cuando el bandolero Luis Candela, manta, navaja y trabuco.
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