Un aniversario lejano
Uno de los grandes problemas de la transición española fue la existencia de un Ejército, la mayoría de cuyos jefes se había formado en la guerra civil y se hallaba identificada con las ideas del dictador. Aunque ha habido una gran resistencia a reconocer esto claramente porque el tema militar llegó a convertirse en un tabú, el hecho cierto es que el núcleo más sólido del búnker franquista que hubo que contornear en la transición lo componían los militares ultras. Como votantes eran una pequeña minoría, pero mandaban sobre los fusiles y los tanques, poseían los instrumentos de fuerza que en un momento dado podían doblegar la voluntad del país. Los oficiales demócratas eran una minoría, organizada en la UMD, preterida por la presión de sus colegas hasta después de la transición. Los liberales como el teniente general Gutiérrez Mellado fueron auténticos héroes, que se lo jugaron todo frente a la animadversión de gran parte de sus compañeros de armas. Desde el principio de la transición, este problema, agravado por el terrorismo, nos hizo caminar muchas veces por la calle de la amargura, como se dice vulgarmente.
La legalización del Partido Comunista fue uno de los actos que estuvieron a punto de originar un enfrentamiento directo con ese búnker. Políticos y militares, de la buena voluntad de muchos de los cuales no dudo, han criticado a posteriori que el jefe del Gobierno no hubiera informado previamente de esta decisión al generalato, suponiendo que éste hubiera aceptado resignadamente. Tengo que romper una lanza a favor de la decisión de Adolfo Suárez; creo que éste lo pensó mucho antes, durante semanas e incluso meses. Al final se decidió por la política de hechos consumados, porque una consulta previa, cuando parte de los políticos reformistas no la asumían y desde luego la mayoría de los militares la rechazaban, hubiera podido poner en crisis al propio Gobierno y dar un parón al proceso de transición. La audacia razonable de Suárez fue la mejor solución a la larga. Y, desde luego, un acto capital para lograr un auténtico cambio político.
Porque esa decisión supuso uno de los momentos de ruptura más importantes de la transición: la ruptura política entre los reformistas y los ultras del franquismo, que situó a los primeros, definitivamente, en el campo democrático. Sin esa ruptura no habría habido cambio político en España. Se habría producido el extraño ersatz que algunos políticos del franquismo preconizaban en las postrimerías de éste, que no tenía nada de común con la democracia. Se puede decir que el actual sistema democrático tiene imperfecciones. Pero sin realizar la ruptura clara entre ultras y reformistas, en España no se hubiera realizado lo que hemos llamado la ruptura pactada entre reformistas y oposición democrática y hoy estaríamos debatiéndonos todavía en la ambigüedad.
Ese mérito corresponde personalmente a Adolfo Suárez y a hombres como Gutiérrez Mellado. Claro que a partir de ese momento, y por esa razón, Suárez se convierte en el hombre a abatir para los partidarios de la involución.
No es casual que el golpe del 23-F comience a prepararse desde un año antes, fundamentalmente como un golpe para derribar a Suárez, cuya voluntad democrática es vista por el búnker como una traición. Aunque Suárez haya incurrido entonces en errores de otro carácter -a mi juicio, el de mantener solitaria a la UCD como partido de gobierno y dar por terminado el periodo de consenso con la oposición- y facilitando la coincidencia de otros factores críticos que debilitaron su posición, la razón fundamental que lleva a su dimisión -'Yo no quiero que el sistema democrático de convivencia sea, una vez más, un paréntesis en la Historia de España...'- es la presión ultra.
La operación Armada, cabalgando sobre el asalto de Tejero al Congreso, era un auténtico disparate y una trampa. Un Gobierno de 'salvación nacional' aprobado por un Congreso forzado por las metralletas hubiera abierto el camino a una dictadura militar y desacreditado para siempre a la monarquía parlamentaria y constitucional. De este desastre, uno de los que salvaron al país con su cordura política y su energía fue mi paisano Sabino Fernández Campos, a la sazón secretario general de la Casa del Rey. Desde las diez de la noche, escrita de su mano, ya salió una orden reclamando obediencia constitucional. Pero esto no era suficiente. Algunos han criticado el retraso del Rey en hablar por televisión ese día, lo que después se ha justificado con razones técnicas. Pero, si no me equivoco, la causa efectiva de ese retraso es que el golpe del 23-F sólo fue desmontado esa noche con lo que puede considerarse una larga negociación en la que el Rey, no sólo en uso de su autoridad constitucional, sino de la que le había delegado Franco en su testamento -tenemos que inclinarnos ante la realidad de que había jefes que todavía respetaban más al legado de Franco que a la Constitución-, consiguió poner fin al drama.
En honor a la verdad cumple decir otra cosa: que si Tejero, considerándose traicionado por el mismo que le había ordenado asaltar el Congreso, el general Armada, no impide la entrada de éste en el hemiciclo, el golpe se hubiera consumado. Así que el teniente coronel contribuyó inesperadamente a su fracaso.
Han pasado veinte años. España ya es diferente a la que era entonces. Aquel búnker ya no existe y el peligro de golpe de Estado ha remitido. Pero quizá, por haber visto muchas cosas en el pasado siglo y ser ya mayor, a mí me gusta recordar aquel proverbio -el hombre es el único animal que tropieza dos veces en la misma piedra- para que nadie lo olvide.
Santiago Carrillo ha sido secretario general del PCE.
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