Obispos en la picota
Que en España el anticlericalismo fue durante más de un siglo un rasgo fundamental y virulento de la cultura política de izquierdas es algo tan evidente que no se precisa ilustrarlo con ejemplos. Pero justo cuando aquel anticlericalismo revolucionario vivía su sangriento paroxismo final, entre 1936 y 1939, comenzó a asomar la oreja su hermano menor, el anticlericalismo de derechas. Lo alumbró el estupor de los sectores reaccionarios que, sublevados con espíritu de cruzada contra una República impía y luciferina, no acertaban a comprender cómo, en nombre de un pequeño sentimiento de identidad nacional amenazado, porciones del clero vasco y, en menor medida, del catalán podían ser hostiles o reacias al Glorioso Movimiento salvador de España. Así pues, las primeras víctimas de aquel nuevo anticlericalismo derechista fueron el obispo de Vitoria, Mateo Múgica; el cardenal de Tarragona, Francesc Vidal i Barraquer, y sobre todo los miembros de lo que la propaganda del régimen de Franco denominó 'el clero vasco-separatista': los 14 sacerdotes nacionalistas fusilados en 1936, los que en número mucho mayor fueron juzgados y condenados durante los años siguientes. Existe sobre éstos un impresionante testimonio gráfico en la foto, tomada en 1940 en el patio de la cárcel de Carmona, donde aparecen retratados el líder socialista Julián Besteiro y a su alrededor medio centenar de curas vascos, presos como él del franquismo vencedor.
Adormecido por la victoria, el anticlericalismo de derechas se desperezó con fuerza durante los últimos lustros de la dictadura, a medida que sectores crecientes del clero de base y hasta alguna jerarquía dejaban de ejercer como meros portadores del palio del Caudillo y amparaban los movimientos de contestación democrática e incluso se comprometían en ellos, fuesen de carácter clasista o de base territorial. Cabe recordar, por ejemplo, la reacción de un Ignacio Agustí a la 'manifestació dels capellans' barcelonesa de mayo de 1966, tildando a los protestatarios de 'bonzos incordiantes' que prestarían mejor servicio 'en parroquias del Amazonas, o en páramos de los Andes'; otras voces, más expeditivas, comenzarían a gritar pronto aquello de '¡curas rojos, a Moscú!'. Si episodios como éste, o el anterior caso Escarré, ya habían excitado las fobias anticlericales del franquismo más recalcitrante, la andadura del régimen iba a culminar con una verdadera apoteosis de rencor y hostilidad contra ciertos sectores de la Iglesia: entre gritos de '¡Tarancón al paredón!', mientras Arias Navarro trataba infructuosamente de expulsar al obispo de Bilbao, Antonio Añoveros, y era preciso habilitar una 'cárcel concordataria' en Segovia para los sacerdotes -vascos, la mayoría- acusados de 'subversión'.
Un cuarto de siglo más tarde, tal parece que algunas de aquellas viejas obsesiones siguen vivas, sólo que con los nombres cambiados: cuanto de maléfico representaban, para los ultras de entonces, Tarancón o Añoveros lo encarna Setién en el imaginario de los respetables neoultras de hoy. Es innegable, en cualquier caso, que existe cierta monomanía enfermiza por asociar el desafío que suponen, para una determinada concepción de España, los nacionalismos periféricos con conjuras de sacristía y maniobras clericales. ¿Cuántas veces se ha recordado el pasado sacerdotal de Xabier Arzalluz, pero no el de tantos otros actores de la reciente vida pública española? ¿Cuánto pábulo se ha dado a libros que proclamaban que 'ETA nació en un seminario', sin explicar que Comisiones Obreras nació en una sala parroquial, y la Assemblea de Catalunya en una iglesia, y CDC en Montserrat, y...? ¿En cuántas ocasiones ha repetido un celebradísimo filósofo que lo único que ETA no ha matado hasta ahora son curas, dejando en el aire la consiguiente sospecha de colusión entre éstos y aquélla? Y no se crea que el fenómeno se proyecta sólo sobre Euskadi; a raíz de ciertas pastorales conjuntas de algunas diócesis catalanas, el diario insignia de la derecha española ha puesto en portada las fotos de los obispos de esas diócesis como si fuesen las de un comando terrorista recién desarticulado.
A lo largo de la última semana, la decisión de la Conferencia Episcopal Española de no adherirse al pacto antiterrorista PP-PSOE ha dado lugar a una recrudescencia del anticlericalismo de derechas y, al mismo tiempo, a un espectacular ejercicio de demagogia con inquietantes visos totalitarios. Porque, veamos, ¿desde qué lógica democrática la decisión de no suscribir un acuerdo tan partidista e ideológico como el del pasado diciembre supone inhibición o ambigüedad, flaqueza o indiferencia ante el terrorismo? ¿Acaso las fuerzas político-sociales y los numerosos ciudadanos que discrepamos de aquel convenio antinacionalista entre Zapatero y Aznar somos por ello sospechosos de no defender el derecho a la vida, de desdeñar el dolor de las víctimas, de rehuir compromisos frente al terror? ¿Es que la única posibilidad ética de condenar y combatir la criminalidad etarra pasa por el estrecho cauce que construyeron populares y socialistas, y fuera de eso no existen más que las tinieblas exteriores?
Que el Partido Popular, su Gobierno y sus corifeos hayan alzado contra los obispos el hacha de guerra es lo propio de la derecha española, que ha querido siempre una Iglesia obsequiosa y sumisa, proveedora dócil de legitimidad y, si preciso fuere, de una teología del españolismo; en una palabra: nacionalcatólica. Ahora bien, ¿qué pintan en esa disputa los socialistas Chaves, Rodríguez Ibarra, Pérez Rubalcaba, José Blanco, etcétera, practicando también el tiro al obispo? Una respuesta posible la daba el pasado lunes, con su lucidez habitual, la viñeta de Máximo en EL PAÍS: 'Pacto de Esto, más Pacto de lo Otro, más Pacto de lo de Más Allá, igual a: PSOE=PP bis'.
Joan B. Culla es profesor de Historia Contemporánea de la Universidad de Barcelona.
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