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Las bandejas del pasado

Se habla de los muchos exilios, del destierro de los poetas, de los exiliados interiores. ¿Por qué pronuncias 'exilado' cuando la palabra es 'exiliado'?, me preguntan de improviso, con brusquedad y con intención casi agresivas. Porque la entonación, respondo, lo que se llama el acento, es uno de los grandes misterios del lenguaje. Abro un ensayo de Antonio Tabucchi y me encuentro con una cita de Diderot. Diderot es uno de los escritores del siglo XVIII más vigentes ahora, uno de los más reivindicados por los escritores actuales. 'La cantidad de palabras es limitada; la de los acentos es infinita', escribió Diderot en el Salón de 1767. Hace un rato, en buenas cuentas. Y también afirmó: 'La entonación es la imagen misma del alma reflejada en las inflexiones de la voz'.

Por eso escribo 'exiliado' y digo 'exilado'. Y es por eso que la saudade de un portugués y la de un brasileño son tan diferentes. Estar exiliado, en cierto modo, es vivir rodeado de idiomas o por lo menos de acentos ajenos: vivir entre personas que hablan en alemán, o que pronuncian el español con acento catalán o caribeño. A mediados de la década del setenta viví en un exilio doble o triple, situación de la que conservo, para ser franco, un recuerdo excelente. Había sido expulsado de la diplomacia chilena, en un arrebato ministerial que revelaba toda la profundidad de nuestra mentalidad autoritaria, y vivía en Barcelona dedicado a trabajos literarios más bien menores, pero mis compatriotas del exilio, a causa del testimonio escrito de mi paso por Cuba, me miraban con cara de sospecha, con gesto más bien torvo. Con lo cual yo solía decir que estaba exiliado de Chile y también del exilio chileno: solo, pero en compañía de algunos buenos amigos. En otras palabras: solo, pero bien acompañado, forma ideal de vida para un escritor y que nunca, en los años que siguieron, he podido recuperar del todo.

En ese tiempo, un amigo nacido en Cuba y que se dedica a la enseñanza de la literatura en los Estados Unidos escribió un libro y le puso la dedicatoria siguiente: 'A Jorge Edwards, el mejor de los cubanos'. Como ustedes pueden apreciar, es un amigo bromista, dotado de un sentido benévolo del humor. Su dedicatoria, sin embargo, impresa y comprometedora, me dio una clave. A lo mejor, me dije, en realidad, a pesar de haber nacido en Santiago de Chile, pertenezco al exilio cubano, cosa que le sucedió también, en años un poco anteriores, a un cercano pariente, Emilio Edwards Bello. Ahora bien, Emilio, 'don Emilio', como le decían todos allá, vivió largos años en La Habana, antes y después de la Revolución, y llegó a convertirse en un personaje popular de la vida habanera. Mi paso por Cuba, en cambio, aparte de una breve visita en la década de los sesenta, sólo duró tres meses y medio, entre los primeros días de diciembre de 1970 y el final de marzo de 1971. Pero ahora recuerdo detalles y me quedo pensativo. Siempre creí que recogía el legado del hermano de Emilio, Joaquín, el escritor, el inútil de la familia, frase que parece una parodia o quizás una paráfrasis de Jean-Paul Sartre. Pero si me convertí en exiliado cubano, quiere decir que el legado que en verdad recogí fue el de Emilio. Y el asunto, una vez planteado, adquiere una curiosa coherencia y parece transformarse en el punto de partida de una novela. No sé si una novela mía, o de Mayra Montero, o de algún otro novelista. Porque en La Habana siempre me encontraba con gente que había conocido a 'don Emilio' y que se me acercaba con las actitudes más diversas. En algunos casos el alcance de nombre tomaba las dimensiones de una vasta acusación política. ¿Cómo podía el Gobierno de la revolución chilena nombrar como su primer representante en la revolución cubana a una persona de la misma familia del último embajador del antiguo régimen? Acusación de efecto doble o triple, puesto que me alcanzaba a mí y al fantasma de don Emilio, pero también llegaba hasta el ministro de Relaciones Exteriores chileno e incluso a Salvador Allende. Era como una bomba de racimo intelectual, que salpicaba para todos lados y provocaba destrozos imprevisibles. ¿Será una familia inmortal?, se preguntaba el acusador, con la cara retorcida, con expresión insinuante.

Otras personas, sobre todo en sectores populares, ajenos a la burocracia, se me acercaban con manifestaciones de afecto extraordinarias, como si yo fuera una aparición, una persona caída del cielo. Una pareja de porteros, en el edificio donde vivía mi amigo Juan David, me tomaba las manos, me tocaba el cuerpo, con lágrimas en los ojos. Ser sobrino de don Emilio hacía participar en una condición mítica, en una vuelta de tiempos desaparecidos y, por lo visto, más felices. En las recepciones del Cuerpo Diplomático, un mozo alto, fornido, que había trabajado para mi pariente, me hacía una seña con los ojos y al mismo tiempo hacía girar la bandeja con los bocadillos. Esto significaba que el mejor de la bandeja me quedaba al alcance de la mano. No había nada más conservador que estos personajes secundarios de un régimen desaparecido, pero la lección de la historia, expresada en un lenguaje sin palabras, no dejaba de ser interesante. Había más humanidad en estos seres modestos, a fin de cuentas, que en los representantes oficiales del humanismo marxista leninista. Un miembro de la jerarquía revolucionaria que tenía una visión discreta, reservada, pero efectiva, de estos fenómenos contradictorios era el entonces ministro de Relaciones, Raúl Roa. Roa era un intelectual, un hombre de letras, y estaba obligado a callar, pero se veía que no comulgaba con todas las ruedas de carreta revolucionarias. En una oportunidad, en su oficina de la Cancillería, me contó que don Emilio había ido a despedirse de él ahí mismo, cuando Chile había roto con La Habana en 1964, y que lloraba a moco tendido, a sabiendas de que nunca podría regresar a sus barrios habaneros.

Me acuerdo de estas cosas después de leer unas pinceladas del escritor peruano Aldo Mariátegui sobre la Cuba de estos días. El señor Mariátegui, nieto de José Carlos Mariátegui, uno de los grandes pensadores marxistas de América Latina, se asombra de la 'visión un punto melancólica, por no decir retro, del Gobierno castrista'. El lenguaje oficial sigue recordando la invasión de Bahía Cochinos, las hazañas del Granma, el triunfo de la Revolución en enero de 1959. Es, me digo, otra de las grandes contradicciones revolucionarias. Las revoluciones pretenden hacer tabla rasa con el pasado y en cierto modo le dan una categoría, una belleza que antes no tenía. Los bandos derrotados nunca desaparecen por completo. Los fantasmas de antaño regresan y entran por alguna puerta falsa. Nikita Kruschev, en sus memorias, cuenta algo muy parecido al detalle de la bandeja del mozo de don Emilio. Los primeros bolcheviques comían en el Kremlin en la vajilla de los zares, servidos por un antiguo mayordomo. Cuando el hombre colocaba los platos de sólida porcelana con molduras de oro, siempre se esmeraba para que el escudo zarista quedara puesto hacia arriba. ¡Como lo exigía la tradición!

El día en que partí de viaje a Cuba con mis credenciales de ministro plenipotenciario del Gobierno de la Unidad Popular, estaba condenado por el pasado, de antemano, sin apelación posible, y no me di cuenta. Mis mandantes tampoco, por lo demás, en un gesto muy criollo y que la contraparte cubana nunca llegó a entender. Yo hablaba de estos asuntos con Enrique Labrador Ruiz y con Juan David, en una noche calurosa e interminable, frente a botellones de whisky que había podido sacar de la tienda diplomática, y las palabras se volvían cada minuto más subversivas y peligrosas. Cuando se lo conté a Pablo Neruda, gran amigo de Labrador, dos o tres meses más tarde, me dijo: '¡Es que en esas situaciones se habla tanto!'. El poeta sabía, así como tantos otros no entendían y a veces siguen sin entender una sola palabra...

El señor Mariátegui sostiene que los cubanos ya están bien preparados para una transición. Esto implica un juicio previo: que después de Fidel nadie podrá evitar el cambio. La estatua del dios Mercurio, tirada en el suelo en plena plaza de San Francisco, en La Habana, volverá a ponerse de pie más temprano que tarde. En su visita de estos días, Mariátegui, sin haber pedido la opinión de nadie, escuchó asombrado frases como 'ojalá que Fidel se muera ya y cambie esto'. Yo no me asombraría tanto. Los antiguos dioses, así como los fantasmas del tiempo ido, siempre están a punto de regresar, aunque con otras caras y otros lenguajes. Hace poco le pregunté a un empresario español sobre sus razones para invertir en Cuba. Él me contestó que ninguna circunstancia futura, desde el punto de vista de sus intereses financieros, podía ser peor que la actual. El argumento no me pareció malo. A medida que pasan los años y que Fidel envejece, el valor de las inversiones españolas, chilenas o lo que sea, aumenta.

Don Emilio, Emilio Edwards Bello, terminó sus días en Miami, en la condición, curiosa para un chileno, de miembro del exilio cubano. Yo me propongo estar atento, a ver si consigo comprarme una casita en el barrio habanero de Miramar. Los tres meses y medio en la isla me marcaron y me conmovieron, para qué voy a negarlo. Pienso regresar algún día, aunque todavía no sé cuándo ni cómo.

Jorge Edwards es escritor chileno.

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