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Columna
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Las pirámides

No se rinden estos chicos, quizá por el propósito voluntarioso de permanecer y no dimitir de los gestos rutinarios, sobrepuestos a la existencia familiar y profesional. Quizá sea España uno de los últimos lugares donde los viejos se abroquelan contra las deprimentes secuelas de la jubilación, conservando sin solución de continuidad algunos ritos cotidianos. No me refiero ahora a los pupilos que se reúnen en los centros de la tercera edad para echar una partida de dominó con otros coetáneos desconocidos, porque eso significa variación grande, unas costumbres que se sustituyen por otras, el intercambio de fichas, porque no se suelen compartir otras aficiones o memoranzas. Hablo de los que se resisten a licenciar enraizados hábitos ociosos, las tertulias, el almuerzo semanal o mensual con los compañeros de promoción, de quinta o de la mera supervivencia que van quedando. Podríamos hablar de la cuarta edad, cuando los hijos han organizado su independencia y subsisten ocupaciones o manías casi imperiosas. Si sobrevive el cónyuge, la compañera, y no requiere, exige ni espera otros cuidados o atenciones que los compartidos en los últimos largos años. Ignoro la cifra estadística de las mujeres y hombres que han llegado hoy a la ancianidad y sólo me refiero a los varones que conozco, y entre los que me encuentro barajado, que van pareciéndose cada día más entre sí. Compruebo la decisión con que muchos de ellos sobrellevan el más fastidioso estigma social de la vejez: esos pasitos breves que, suelo pensarlo a menudo, parecen resistir, demorar el tranco final derechos a acabar y consumir. Ese desplazamiento penoso que a los menos resueltos confina en el sillón o en la cama para los restos. Si uno decide desplazarse de esa forma, ciertamente poco garbosa, tiene ganado uno de los últimos asaltos. Son cada vez más los que superan o se adaptan a la deficiencia motriz, porque lo que importa es llegar, incluso a ninguna parte, no cómo hacerlo. Curiosamente, no he visto, en público, a ninguna mujer claudicando con empecinamiento.

En la tertulia, nuestro amigo G. anunció la fecha de su 90º cumpleaños: 'Si quieres venir a tomar una copa a mi casa, te invito con mucho gusto'. Como suele ocurrir, teníamos una simple relación superficial, aunque desde hacía largo tiempo, sin otro vínculo profesional, de paisanaje o de aficiones. Un discreto vistazo a su atuendo, para comprobar que usa corbata de luto, resolvió el regalo con el que pensaba corresponder al convite. Llegué con un ligero retraso al no haber contado con la habitual manifestación reivindicativa, ese cortafuegos habitual de la monótona convivencia madrileña, donde unos ciudadanos, no siempre los mismos, expresan el comprensible deseo de ganar más y trabajar menos.

Salones espaciosos, con excelentes muebles, cuadros y alfombras, donde ya estaba reunida la nutrida asamblea de amigos. A ojo de buen cubero, apilaríamos 1.800 o 2.000 años, las pirámides, nuestra civilización. Trajes oscuros, camisas blancas, chalecos, jerséis, calcetines de lana -hay que mantener el frío a raya- y un excelente bufete, con un tráfico incesante de bandejas con canapés, croquetas, rollitos de salmón, bocados de paté, jamón serrano y pastas, donde no se echaba de menos la típica y socorrida tortilla de patatas. El anfitrión, en el que parece su lugar habitual, hundido en una profunda butaca, de la que se incorpora para saludar a cada recién llegado, bajo un buen retrato al óleo: 'Ahí sólo tenía 70 años', informa sobre una pregunta. Con protocolaria demora apareció un ex ministro, creí reconocer a otros personajes y hervía un ambiente amistoso. Me agrada ver a mis contemporáneos en plan dicharachero. Pretendo fijarme en los detalles, lo más importante de cuanto nos rodea, y observé las manos de nuestro huésped: grandes, de largos dedos y ancha muñeca, sin una sola de esas irregulares manchas marrones que acompañan a la senectud, aparte del engarabitamiento artrósico que nos es común. Aquellas manos apenas habían envejecido al compás del cuerpo caduco. Algún pariente cercano, una hija de madura belleza, un nieto, vigilaban el suministro de vituallas y refrescos. Corría la limonada y se le daba al diente con entusiasmo comedido. Al despedirme y reiterar la felicitación, me dijo: 'Sólo lo celebro cada cinco años. Te espero la próxima vez'.

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