Vigilantes en el tren
El 29 de enero pasado tuve el dudoso honor de presenciar algo de eso que alguna vez te hace saltar del asiento y protestar sin tener que pensarlo dos veces.
Venía en el tren de cercanías desde Atocha a Tres Cantos, donde resido. Poco antes de llegar a la estación de Chamartín, sobre las 16.55, dos jóvenes corren apurados por el vagón; al poco, el revisor dando voces. Se detiene el tren, se abren las puertas y comienzan las carreras.
Uno de los jóvenes se detiene al momento por la presencia de vigilantes de seguridad; el otro emprende por el andén una carrera alocada en dirección hacia las vías contiguas, poniendo en peligro su integridad ante el temor de ser atrapado.
De inmediato, dos vigilantes le salen al paso, lo agarran desde atrás por el cuello y los brazos, lo bloquean y comienzan a tumbarlo en el suelo.
Hasta aquí, una chiquillada que acaba mal.
De repente, mientras el joven permanece bloqueado, sin posibilidad alguna de defensa, aparece un energúmeno, un tercer vigilante, que sin venir a cuento le propina un violento puñetazo en el vientre.
Viendo todo esto desde mi asiento en el piso superior del vagón, próximo a la ventanilla, la indignación me hizo saltar de mi sitio y, emprendiendo una rápida carrera, trompicones incluidos en la escalera interior del vagón, con el premio de una lesión en la rodilla todavía por diagnosticar, me dirigí a los mencionados vigilantes gritando desde la puerta abierta del vagón que no había lugar ni necesidad de utilizar la violencia ni los malos tratos.
Aquello frenó la previsible paliza al joven, y aparecieron entonces, no se sabe de dónde ni cuántos, numerosos vigilantes que se interpusieron en la escena, entre amenazantes y sorprendidos, tratando uno de ellos justificarse en una inexistente, y por otro lado imposible, agresión del joven a sus captores. Digo inexistente porque fui testigo de toda la acción relatada, e imposible porque el joven estaba sujeto exactamente como decía más arriba y a punto de ser tumbado en el suelo.
Todo esto sucedía ante la pasividad del revisor de Renfe, que, opino, debe de estar satisfecho de las consecuencias de su gran actuación.
Para redondear la acción sólo faltaba el bendito espontáneo, ese espécimen urbano tan característico en Madrid, a la sazón un simpático viejecito, quien, viendo o sin ver, no lo sé, justificaba los hechos como método de enderezar a la juventud. Gracias por su sabia lección.
Más tarde, en el trayecto hacia Tres Cantos, cuatro jóvenes, testigos directos como yo, se ofrecieron para testificar en una posible reclamación o denuncia.
Al llegar a Tres Cantos, cubrí la hoja de reclamación número 37 del libro número A-1840, tras firmarla con todos los datos requeridos. Los cuatro jóvenes testigos pusieron en el margen su nombre, documento nacional de identidad y firma. A continuación me dirigí a la Comandancia de la Guardia Civil de Tres Cantos, donde, a título personal, interpuse la correspondiente denuncia aportando copia de la hoja de reclamaciones.
No me considero más listo ni mas civilizado que nadie por mi intervención, simplemente no pude contenerme ante semejante atropello.
El objeto de dirigirme a su periódico es que tengo el convencimiento pleno de que si estas actuaciones estelares de quienes están para velar por la seguridad de todos no salen a la luz sólo sirven para recibir la correspondiente notita de atención al cliente, en la que seriamente se comprometen a investigar y tomar las medidas oportunas o a engrosar el anuario estadístico de casos no investigados o no resueltos en los atestados juzgados que tienen cosas mas importantes que hacer.-
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