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Alejandro VI, automovilista

Los intelectuales tienen cierta fama de extravagancia. A la vista de lo que escriben algunos colegas y algún que otro querido amigo parece que a esa imagen tópica no le falta razón. Escrito está en los papeles, negro sobre blanco, que es posible aniquilar pueblos firmando bulas, razón por la cual el papa socarrat que firmó la Inter Coetera es, a no dudarlo, un genocida. Extraña forma de usar la razón y no menos extraña de conmemorar los quinientos años de una Universidad que fue erigida por el mismo Papa, mediante el mismo instrumento con el que se operó aquel desaguisado. Desde su tumba debe reírse de nosotros Carl Schmitt, que ya nos advirtió contra los anacronismos escribiendo aquello de que decir que Carlomagno era un gran hombre de Estado tiene el mismo sentido que decir que era un gran automovilista, ignorando, el pobre, que unos años después de su fallecimiento no faltaría ilustre profesor que haría de Alejandro VI un ejemplo de piloto de Fórmula Uno.

Si el genocidio se define por el propósito deliberado y consciente de suprimir físicamente un pueblo, usando para ello de la agresión y la coerción hay que decir que ese es un crimen propio de la modernidad, inventado por ella y en ella realizado. Si eso es así es sencillamente imposible que Alejandro VI sea genocida, por la misma razón que no lo fue Cortés o Pizarro o Velázquez, o sujeto tan desagradable como Alvarado: si en su tiempo no se había inventado la modernidad y el genocidio es un crimen de la misma. Pensar de los conquistadores como unos Einsatzgruppen avant la lettre, de Alejandro VI como una suerte de anticipo de Rosenberg, y de la bula en cuestión como un antecedente del Mein Kampf (sustituyase en su caso por VCHEKA- OGPU-KGB, Dzerzinsky y Sobre el Terror) puede ser un sugerente material para elaborar un best-seller al estilo del sr. Clancy, pero tiene el mismo sentido que calificar a los catalanes de supremacistas racistas, es decir, ninguno.

Hay tres razones por las que el personaje en cuestión no podía ser genocida: una primera de orden cultural, una segunda de orden ideológico, una tercera de orden instrumental. La primera radica en que la idea misma de exterminar a un pueblo por serlo y en cuanto tal sólo es posible en un contexto en el que el pueblo, en cuanto tal, sea un sujeto político relevante, y eso no sucede cuanto menos hasta el siglo XVIII; por ello la idea misma de genocidio era literalmente impensable en el universo mental de un europeo de finales del XV o principios del XVI. Un hombre a caballo entre la Edad Media y el Renacimiento podía ser imperialista, en el sentido de procurar alguna clase de reproducción del modelo del Imperio Romano (y no cabe duda que Cortés, Velázquez, etc. tenían en la cabeza un proyecto de esa clase), podía procurar la uniformidad religiosa (aun con noches de San Bartolomé), pero no pensar un crimen que tiene por presupuesto la relevancia de la etnicidad. La segunda que, aun cuando hubiere sido pensable el crimen en cuestión en la última década del XV o en las primeras del XVI la propia ideología dominante hubiera inhibido a la cabeza de la organización ideológica más importante de aquel tiempo para proponerla por manifiesta incompatibilidad. Por cierto, que ello lo acredita el requerimiento mismo. ¿Alguien se figura a un Oberführer-SS leyéndoles un documento similar a los judíos que va a fusilar? Finalmente, porque sencillamente a finales del XV no existía el instrumental necesario para practicar el genocidio. Entonces ni siquiera se sabía lo que se empezó a saber después de 1540: que las poblaciones indias no tenían defensas frente a enfermedades comunes en el Viejo Mundo (gripe o viruela) y que el mero contacto con los portadores de unos gérmenes, que no sabrán tales hasta el XIX, era para ellos letal. Aunque, eso sí, a cambio de la viruela nos dejaron el mal francés.

Achacar al pobre Papa Borja ideas, concepciones y políticas propias de la segunda mitad del XIX y del XX no parece la más brillante de las ideas. Claro que esa no es la cuestión. A algunos nos ha parecido cuanto menos curioso el entusiasmo de algunos intelectuales y profesores de inspiración nacionalista por el Papa Borja. Uno puede entender que el cofundador de la Universidad despierte simpatías por la fundación, por su política estatalizante y un si es no maquiavélica, por su buen gusto artístico, por su fidelidad a la regla 'dels pecats del piu Deu s'en riu', por haber condenado al integrismo en la persona de Savonarola y hasta por su acusado sentido familiar. Pero que un puñado de intelectuales laicos se lancen a la reivindicación y rescate del Papa Borja no por amor a la verdad o a la cultura, sino sencillamente porque es 'de aquí' no lo acabo de entender. Me parece que en ese aspecto de la historia tanto Nicolás como Vicent tienen razón: los canallas nunca pueden ser 'nuestros canallas'. Entre otras cosas porque la aceptación de las obras de tales sujetos, aunque sean de casa, nunca puede ser 'nuestra'.

Ahora bien, para decir eso no hace falta ni afirmar la tontería de Jünger como intelectual nazi, ni sostener que Alejandro VI era un gran automovilista. Por lo demás, todos, incluidos Nicolás y Vicent, somos ecuatorianos. Laus Deo.

Manuel Martínez Sospedra es profesor de Derecho de la Universidad Cardenal Herrera-CEU.

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