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Tribuna
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El fuego de los símbolos

Cuenta Mikel Azurmendi, en el libro cuyo título tomo prestado para encabezar estas líneas, que el fuego les sirve a los vascos para cerrar simbólicamente el ámbito de los propios. Más allá de la hoguera de la noche de San Juan está lo ominoso, los seres de la noche. Frente a ellos, el fuego como expresión del hogar indestructible y que los destruirá: 'El fuego quemará a los de la noche que traten de hacer mal a la casa como tal, a sus moradores todos, tanto hombres como bestias, y a los bienes, campos y sembradíos'. Tan alta empresa merecerá que la palabra se haga fuego haciéndose jaculatoria purificadora: 'Lo bueno, adentro; lo malo, fuera'. Pues bien, todo este fondo debe de removerse en el imaginario de la llamada izquierda abertzale cuando pega fuego a troche y moche y cuando embadurna las paredes con pintadas en las que pide fuego -sua- y que ardan las calles -calles en fuego, sutan-, pero también cuando elabora los presupuestos teóricos que harán posible todo ese fuego y los reúne bajo el poco inocente nombre de Piztu, arder.

Piztu es un documento que se presentaba como alternativa al elaborado por la cúpula de EH dentro del debate interno Batasuna destinado a refundir toda la izquierda abertzale en un partido político. Piztu ha sido la segunda ponencia más votada, pero no por no elegida quiere decir que la olviden, puesto que construye la desobediencia civil y concuerda con la voluntad mayoritaria de mantener calientes las calles. ¿Acaso sería una novedad que junto a la línea oficial subsistiera la de sombra? El documento Piztu comienza dividiendo el mundo en dos partes, los nuestros y un -voluntariamente- mal definido enemigo cuya principal seña de identidad consiste en no ser de los nuestros, es decir, en hallarse en un afuera hecho de Estado -unas veces en general, otras en español-, neoliberalismo, pensamiento único o globalización como manifestaciones del avieso sistema. De igual modo, amalgama sus ataques críticos en un mejunje hecho de aspectos políticos, aspectos ideológicos y melifluas dosis de cosmética New Age (realización personal, con su dieta sana y sus terapias alternativas, valoración de lo pequeño y lo local) cuidándose muy mucho de argumentar: Piztu se impone con la evidencia de la zarza ardiendo. Resulta muy elocuente la finta lógica del párrafo que abre el documento: 'Va un aldeano a una discoteca y el maromo que controla la puerta le impide entrar porque lleva alpargatas. El aldeano, sorprendido, le pregunta: '¿Hay barro o qué?'. Este chiste es ilustrativo del alejamiento del hombre de la naturaleza y simboliza, de alguna manera, cómo ejerce el sistema sus relaciones de poder'. Sí, de alguna manera.

Una vez dividido el mundo entre los del fuego y los de la noche, el documento Piztu inscribe la campaña en un movimiento estratégico de independencia -la hermosa utopía, dice- del que es a un tiempo manifestación y coadyuvante porque Piztu pretende tanto debilitar al Estado como crear zonas liberadas en las que se pueda degustar un anticipo de la misma. A imitación de lo conseguido con el euskera, el ejemplo a imitar. Desde luego, la elección no es inocente, ya que en el corazón de los nuestros lo que más arde es la lengua, una lengua que habría creado sus zonas liberadas y puesto en aprietos a un sistema que debe euskaldunizar a marchas forzadas su Administración. Ni que decir tiene que la lengua, convertida en metáfora de lo propio y de la utopía, no hace sino anticipar una realidad mucho más pedestre: la Euskalherria monolingüe del cuanto antes.

Los aspectos organizativos repiten el acostumbrado esquema en capas concéntricas propio de la izquierda abertzale y que Hanna Arendt describió como característico del totalitarismo. En el centro de Piztu se hallan los 'desobedientes más vanguardistas (...) que crearán una guerrilla de imaginación', alrededor habrá 'una Red de Resistencia que hará de colchón social'; luego, se situarán los desobedientes de a pie y, muy cerca, esas masas o pueblo al que dicen representar y en cuyo nombre actúan, pero al que tienen primero, según Piztu, que conquistar. El documento se muestra inevitablemente oscuro al referirse a los desobedientes de vanguardia, no en vano se trata de 'los militantes más comprometidos' que 'se sacrificarán por la causa', realizarán 'actos escalofriantes' y adoptarán al efecto 'vidas más alternativas'. Traducido a un lenguaje menos críptico, Piztu parece propugnar un reordenamiento y estabilización organizativa -una profesionalización- de lo que se ha venido llamando kale borroka, lo que crearía militantes comodín que lo mismo podrían desobedecer desde ese nivel que desde ETA. Por otra parte, y en voluntario jaleo organizativo, se pregonan como acción de masas -'que ataque al sistema desde la lucidez popular'-, pero también como organización jerarquizada que deberá subordinarse al partido Batasuna que saldrá de los debates en curso. El párrafo que lo establece no tiene desperdicio: 'La estructura de Piztu dentro de Batasuna debe tener autonomía para que las acciones no sean controladas por el enemigo, para que la lucha popular adquiera dimensiones desconocidas por ahora. Por otra parte, Piztu quiere llegar a lugares donde la ilegalidad sea no la raya, sino la constante. Lo que implicaría a Batasuna en juicios y represalias que es importante que no afecten a la organización. Aunque Batasuna sea la que cree la cobertura social de Piztu. A la vez, esta libertad de acción tiene que estar integrada en la misma dirección que todo Batasuna, debe respetar todas las directrices emanadas de la organización, para que todos tengamos objetivos comunes'.

Por lo que respecta a las acciones a perpetrar, se enmarca-rían dentro de talleres -de euskera, de paz, de ecología...- y tendrían una estructura territorial, pudiendo efectuarse de manera coordinada o de manera espontánea e irían desde contravenir la legalidad vigente -la ilegalidad sería un valor en sí- a realizar actos en los que el rigorismo moral va de la mano con la candidez: comprar en el híper pero 'no ir a estos centros a divertirse', apagar la tele cuando juega la selección española, hablar un día al mes sólo en euskera, apostar por 'la reducción científica del consumo', amén de actos tan voluntariosos como leer más, mejorar la convivencia, acabar con el machismo, propender a la paz mundial y al desarme sólo que... sin desarmar a ETA y predicando violencia contra las personas y las cosas. Al presentar las diferentes acciones de manera desenfadada y promiscua persiguen que el sujeto trasvase inconscientemente legitimidad de unas a otras y acabe por aceptarlas todas.

Las secuelas que dejaría el fuego que pretende Piztu son fácilmente previsibles. En primer lugar, se acrecentaría la presión sobre quienes no son de los suyos porque se verían asimilados al sistema: fuera del hogar, sólo están los de la noche. Esta presión se agravaría con el concepto de zona liberada, ya que propiciaría una auténtica limpieza étnica favorecida tanto por la intromisión en los bares y comercios de cada localidad, que deberán realizar los actos culturales que imponga Piztu -por ejemplo las bienales anuales (sic) de pintura, teatro, etcétera- como, sobre todo, por un instrumento que denominan el cartero desobediente y que tendría a su cargo todos los portales de una calle para colocar en ellos carteles, buzonear panfletos y realizar visitas puerta a puerta ejerciendo, por consiguiente, un control exhaustivo de la población, todo ello mientras Piztu arde de cólera contra el control social que ejerce el sistema. En segundo lugar, invalidarían las movilizaciones de la sociedad civil, ya que se sumarían a todas sus iniciativas para capitalizarlas. En tercer lugar, crearían unos individuos absolutamente anómicos para quienes los conceptos de justicia y ley son objetivos a derrumbar, lo que nos hace presumir el verdadero cariz de esa sociedad utópica que pretenden. Por último, y como fundamentalmente la campaña iría destinada 'a la chavalería' -ya que los mayores están 'acartonados en hábitos que son muy difíciles de cambiar'-, parece más que evidente la manipulación a que se verán sometidos por parte de unos mayores que, a falta de cintura, pondrán su sabiduría y experiencia a contribución de encuadrarlos y de seguir aleccionándoles desde esa amalgama hecha de ideología impuesta, sentimientos altruistas y excitantes violaciones de todas las reglas.

Nos hallamos muy lejos, pues, de esa desobediencia civil de pancarta y pandereta que pretenden los ilusos. Bajo la apariencia de una práctica juguetona e imaginativa se aspira a una limpieza étnica efectuada pueblo por pueblo, calle por calle, casa por casa, y eso desde una voluntad de suspensión de la ley. No hay que tener la memoria muy larga para acordarse de que la última vez que ocurrió algo parecido en Europa el fuego se propagó hasta concentrarse en los hornos crematorios. Tal vez hoy el incendio se cobre sólo un puñado de cuerpos vivos, pero la esencia de la llama sería la misma e idéntico el resultado: que alrededor de la casa, y para seguridad de quienes están dentro -para los de dentro-, sólo haya cenizas, las frías cenizas de la noche.

Javier Mina es escritor.

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