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Columna
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Las esclavas

Elvira Lindo

El jefe de un amigo mío que trabajaba en la Administración pública se escapaba todas las mañanas de la oficina para echar un polvo en una casa de citas que se encontraba cerca del trabajo. Aviso: este artículo no va sobre la honradez de los funcionarios, nada más lejos de mi intención, porque he de aclarar que el funcionario no hacía dejación de sus funciones por echar dicho polvo, ya que utilizaba para ello la estricta media hora en la que los demás se tomaban el café de rigor. Lo que me interesaba de la historia es que este señor, cumplidor y riguroso, hacía de la pasión una costumbre y, no bien volvía de su quiqui matinal, se lo participaba a sus compañeros, dejándoles bien claro, no sólo lo bien que se lo había pasado, que eso sería en cierto modo normal, sino lo maravillosamente bien que se lo había hecho pasar a la señorita prostituta, la cual, según la versión del funcionario, se había quedado temblando del gusto: 'No veas cómo se ha quedado la tía...' Lo que parecía olvidar el fogoso administrativo es que la tía, como él la llamaba, recibía un dinero por aquello, por abrirse de piernas y por fingir, y que hay hombres tan tontos que parecen no querer darse cuenta de lo fácil que es fingir; o mejor aún, hay hombres tan vanidosos a los que ni se les pasa por la cabeza que una mujer pueda expresar una emoción que no siente, aun cuando el intercambio sexual se produzca previo pago de su importe.

En esto de la prostitución los hombres han puesto una poesía y una literatura que da risa. En cierto modo, es más racional el hombre sin cultura, el cateto, que paga, se satisface y se va, sin mezclar ningún sentimiento por medio, que el hombre con cierta preparación (los hay muy burros) que quiere creerse lo que no es. No puedo hablar porque desconozco aquella época gloriosa de las casas de putas de las que tanto se ha hablado en las novelas, en las que sí que parece -así lo cuentan los hombres- que podía llegar a establecerse una relación de complicidad que nunca se tenía con las señoras decentes, pero desde luego, lo que es hoy, en un mundo como el nuestro, en el que la mujer aspira y debe aspirar a ganar dinero de una forma que no la obligue a acostarse con quien no quiere, y a elegir en la medida de lo posible, la prostitución no posee ningún romanticismo, si es que alguna vez lo tuvo -también lo dudo, porque las prostitutas provenían de las clases más bajas-.

Ahora, lo que a mí más me sorprende es que haya hombres que se dicen progresistas, que relacionen prostitución con libertad, que confunden el hecho de que la prostitución haya tomado literalmente la Casa de Campo de Madrid con el libre ejercicio de una profesión. ¿De qué profesión estamos hablando? Porque en la prensa aparecía el domingo una noticia que muchos sospechábamos, y el que no lo ve es que no quiere mirar, y es que las pobres mujeres, inmigrantes en su mayoría, que se hielan en este gélido invierno enseñando el cuerpo como si fuesen ganado a los conductores que pasan están tan explotadas que se podría emplear el término de esclavitud sin exagerar ni faltar a la verdad.

Hubo una primera causa para desalojar la Casa de Campo de prostitución que a muchos les pareció ñoña o reaccionaria o como la quieran llamar, que era la imposibilidad de hacer compatible un mercado del sexo tan evidente, tan grosero, con la gente que visita el parque sólo para pasear o para hacer deporte o para llevar a los niños. Esto hay gente a la que le parece una parida y una agresión a la libertad de estas mujeres. Bien, ¿y ahora qué dicen cuando se descubre y se destapa que estas pobres mujeres no sólo no están ejerciendo su libertad, sino que son víctimas de brutales palizas, que vienen engañadas desde sus países de origen, que en algún caso han sido obligadas a abortar, y que ofrecen su cuerpo sin horario para dar el rendimiento brutal que sus chulos quieren extraer de ellas?

Tal vez esa timidez con la que las personas progresistas han denunciado el abuso a las mujeres en el oficio de la calle se deba a que cunde -aunque sea inconsciente- esa vieja idea masculina de que hay mujeres que venden su cuerpo por vicio. Vamos, de que las putas, en el fondo, son muy putas.

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Sobre la firma

Elvira Lindo
Es escritora y guionista. Trabajó en RNE toda la década de los 80. Ganó el Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil por 'Los Trapos Sucios' y el Biblioteca Breve por 'Una palabra tuya'. Otras novelas suyas son: 'Lo que me queda por vivir' y 'A corazón abierto'. Su último libro es 'En la boca del lobo'. Colabora en EL PAÍS y la Cadena SER.

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