Desde la emboscadura
- Lejía Guerrilla. He vuelto a ver Som i serem, el espectáculo germinal del Teatre de Guerrilla, en el Capitol. Podría volver a verlo mañana mismo. Y a la semana siguiente. Está tan lleno de detalles, de ideas, de sugerencias... Hace años, en Libération, Jean-Pierre Thibaudat se inventó una forma de crítica teatral que bautizó como Regard sur acteur. Escogía un espectáculo del que ya había escrito y se fijaba, exclusivamente, en el trabajo de un actor. Aquí tenemos a tres payasos originalísimos, perfectamente diferenciados. En los tonos de voz, en los latiguillos, en los gestos. El rostro de pasmo cabreado de Carles Xuriguera ante un mundo extraño, cuyos mecanismos intenta reducir, no siempre con éxito, a un mínimo común denominador: la receta de 'aigua i sal' facilitada por el gran doctor Ribalta, una eminencia. Y sus majestuosas pausas antes de estallar o de dejar caer un improperio. La forma de pararse y escuchar (cabeza ladeada, manos en los bolsillos, mirada de pájaro asustado) de Rafel Faixades, un Stan Laurel de Sant Feliu de Buixalleu. Los tics nerviosos (subirse una y otra vez el cinturón, doblar la chaqueta de tergal) de Quim Masferrer, siempre incómodo en su disfraz de ajetreo y modernidad. Las locuciones de los tres, alternándose en una partitura hipnótica de polifonía rural. Cuando les vi por primera vez, en Sitges, intenté una definición: 'Cojan ustedes a Les Deschiens, el grupo de freaks inventado por Jérôme Deschamps; rocíenlos con salsa Capri y un poco de salsa Brossa, y teletranspórtenlos a la Cataluña más profunda'. Ahora, en la sala 2 del Capitol, llegan nuevos ecos. Vienen de un tiempo sin tiempo. ¿Quieren una imagen? La conversación entre Hulot y el barrendero en Mon oncle, interrumpiendo cada 10 segundos el ritmo inútil de la escoba, como un metrónomo. Es curioso. Debe de haber sido la estela de Deschamps, pero todas las imágenes que me suscitan ahora, sin dejar de ser catalanísimas, llegan con perfume francés. El mundo de Roland Dubillard, presentado en sociedad por otro trío germinal, Anguera-Vila-Vigatà. Los movimientos sin éxito de los personajes de Raymond Devos, que en su versión catalana presentó La Momia Teatre de Terrassa.
Me gustaría acompañar la crónica con un 'audio' de las carcajadas que sacuden el teatro
Escucho los diálogos de Faixades y Xuriguera, unidos por la misma incógnita, la equis de sus apellidos: ¿cuál es la relación entre esos dos personajes? ¿Son hermanos, como las Hermanas Gilda? ¿Padre e hijo? ¿Amantes? Sí, hacen pensar en un viejo matrimonio campesino de una novela de Pagnol o Marcel Aymé. O en una de las imposibles parejas de hecho de Beckett. Atrapados en una espiral de 'misèries, desgràcies, calamitats, i mès miseries, i companyia'. ¿La solución? La misma de Vladímir y Estragón, de Ham y Clov, de la enterrada viva de Oh les beaux jours: 'Anar fent, anar tirant', sin moverse de ese pedazo de tierra que tiene las dimensiones de su tumba futura. Me estoy poniendo demasiado solemne y a este paso voy a conseguir que se olviden ustedes de lo fundamental: Som i serem es un espectáculo cómico, comiquísimo, para partirse de risa. Pero también cruel, y oscuro. 'Espectacle antropològic d'humor corrosiu'; ésa es la etiqueta, la llufa, que los guerrilleros -premio Revelación de la crítica de Barcelona- le han puesto a su trabajo. Cuando yo era un chaval, recuerdo que en la radio, a modo de anuncio, grababan y emitían las carcajadas de los espectáculos cómicos. 'Éstas son las risas', decían, 'que se oyen cada noche en el teatro tal'. Te entraban unas ganas locas de correr al teatro para sumarte al coro. Me gustaría que este cuaderno saliera en Internet, para poder acompañar la crónica de hoy con un audio de las carcajadas que sacuden, como una ola, la platea atestada del Club Capitol. Lejía Guerrilla, la mejor para disolver solemnidades, identidades autosatisfechas y pies resecos.
- Un gato en Weimar. Para mi gusto, el mayor problema de la 'joven dramaturgia' es su previsibilidad. Saltan a la vista las influencias, las fórmulas, la búsqueda de temas adecuados, las líneas que se juntan y se separan, como en esos manuales de guión que indican el 'punto de giro' a partir del minuto 45. Hay, por lo general, mucho oficio pero muy pocas sorpresas. Hay notables autores de comedia (Alberola, Sánchez & Joan, Belbel cuando quiere, Galcerán, David Plana), pero pocos, muy pocos, con eso que suele llamarse una poética, una poética propia. Está Peyró, de quien esperamos una nueva obra; el valenciano Paco Zarzoso; Mercè Sarrias, con su estupenda África 30. Y la autora que tiene un mundo más personal, más definido, la mayor artista de su generación: Lluïsa Cunillé. La mecánica de su extraño planeta -Cunillelandia- es muy similar a la de los sueños: reconoces los paisajes, la extraña tonalidad de la luz, las cadencias de las frases, pero la combinatoria es siempre sorprendente. En Cunillelandia, por decirlo de otro modo, nunca sabes lo que te va a suceder, y eso, en términos artísticos, es para mí el mayor regalo. El año pasado, Lluïsa Cunillé nos hizo conocer una escondida calle de su planeta, el Passatge Gutenberg. En esta ocasión presenta su teatro de sombras en el Malic. Una obra de encargo, El gat negre, en la que nos hace soñar con el ominoso mundo pre-nazi, la Alemania de los años treinta. ¿Isherwood, Bob Fosse? No, no exactamente. Hay un cabaret, y una pensión, y una joven judía (Alicia Pérez) que quiere triunfar en el cine de la UFA, y un pianista sentenciado (Xavier Albertí) que bien podría relevar a Joel Grey en el Kit Kat Club. Y un limpiabotas masoquista (Jordi Collet), y una mujer sola (Isabel Cabós) que sueña con trenes que descarrilan en la frontera, hermana de sangre de las mujeres a la deriva de las novelas de Jean Rhys. Flota en el aire cerrado de la pensión el aroma fatal de las flores negras de Von Horvath, flores que languidecen en un agua emponzoñada. Hay un viejo aparato de radio, con lejanas voces de ópera ahogadas por interferencias, por el rumor creciente de discursos aullados y el tronar de botas militares; hay un piano con un caracol dentro, y una ratonera con veneno, y, en el desván, un loro que repite 'Heil Hitler' cada dos frases. Es, como digo, la Alemania prenazi de Von Horvath, pero también del Bergman de El huevo de la serpiente, una de sus películas más inquietantes y menos apreciadas, y del Schnitlzer de Relato soñado.
El minúsculo espacio del Malic se abre, como se abrió con el Shylock de Barceló, a una proliferación de espacios, igual que esas flores japonesas de papel que se multiplican al contacto con el agua. El piano está en la pensión y en el cabaret, y en una fiesta con antifaces, en una mansión apartada -la escena más poderosa y mágica de la función- a la que el pianista llega con la andadura sonámbula de Tom Cruise en Eyes wide shut. Con la única y significativa excepción de la mujer sola, la mujer que espera un taxi que no llega, única e indivisible en su soledad y en su miedo, los demás personajes se desdoblan. Albertí es el pianista y el novio, menestral y enmostachado, de la joven judía. Para crear esa atmósfera de ilusiones imposibles y creciente amenaza, a la Cunillé le basta con una mesita de cabaret con el número 13 y un foco que va rastreando a la clientela, un foco que busca nuevos rostros para una película pero que de repente tiene la claridad glacial que detecta a los elegidos para Auschwitz. La joven judía se desdobla en una Sally Bowles que, en el prólogo, nos sitúa en el misterio de la obra cuando éste se ha cumplido fatalmente, y es también una capitana nazi en otra escena antológica, en un diálogo con el limpiabotas que prefigura, a la inversa, la relación entre Bogarde y Charlotte Rampling en Portero de noche. El limpiabotas, a su vez, tiene su doble en el enigmático Mefistófeles de la fiesta con antifaces. En Cunillelandia es imposible prever el rumbo de los diálogos, las esquinas en las que la acción girará hacia la banalidad helada, el humor o el enigma. El teatro de Lluïsa Cunillé, como el de Pinter, resplandece cuando encuentra los cómplices adecuados. Ivette Vigatá (La venda), Lina Lambert (Libración, Privado), Joan Ollé en Accident. Y su cómplice más reincidente, Xavier Albertí. El metrónomo de Albertí se ajusta como un guante a los ritmos y los quiebros secretos de su teatro, y multiplica los sentidos sin subrayarlos, porque, como ella, es un maestro del matiz. El gat negre está maravillosamente dirigida y maravillosamente interpretada. Conocíamos las virtudes interpretativas de Alicía Pérez e Isabel Cabós, que aquí vuelven a estar impecables, más que impecables; pero el espectáculo supone la confirmación de Albertí como actor, después de su enorme y conmovedor paso adelante en Ànsia, de Sarah Kane, la temporada anterior, y de Jordi Collet, que al fin despliega aquí todo su talento, toda su gama de posibilidades. El Malic, por su parte, ha hecho lo que debe hacer una sala alternativa digna de ese nombre: encargar, auspiciar, dar espacio a una propuesta que no deben perderse. Atentos: en cartel sólo hasta el 25 de febrero. (Por cierto: ¿para cuando una reposición de Shylock, flamante premio Ciutat de Barcelona d'Arts Escèniques?).
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