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LA CRÓNICA
Columna
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El ladrón de dunas

Jacinto Antón

Éramos cuatro adultos en el desierto, y un bebé. Guardábamos un silencio respetuoso. Silbaba un viento áspero, reverberaba dolorosamente la luz y los espejismos se agitaban en una danza estremecida. Entró una señora y tomó asiento a mi lado, exactamente sobre mi estimado ejemplar de Beau Geste.

-¿Hace mucho que ha empezado, joven?

-Una eternidad geológica, milady.

Me preguntó por el argumento, pero la hicieron callar y yo seguí mirando el audiovisual de Bill Viola en la enorme pantalla, hipnotizado. Un puntito comenzó a avanzar a lo lejos y fue acercándose esforzadamente. Quise creer que era el mismísimo conde Almásy.

Yo llevaba ya seis visitas a la exposición El desert en la sede de la Fundación La Caixa, que exhibe imágenes antiguas y contemporáneas, y unos audiovisuales chulísimos. Para esta ocasión había recuperado mi atavío a lo Ralph Fieness en El paciente inglés e incluso me coloqué unos instantes el gorro de piloto a fin de estudiar mi reflejo sobre las grandes dunas fotografiadas por Balthasar Burkhard. Me fue difícil hallar el momento propicio porque la sala estaba siempre muy concurrida, y yo soy discreto.

Solitarios y nómadas del espíritu surcan las grandes arenas en el Palau Macaya. Se exhibe el desierto y muchos románticos acuden a su llamada
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No sé qué me ha llevado de nuevo al desierto. Una pulsión, seguramente. Aviadores que caen, exploradores que mueren, una soledad que no aciertas a compartir. Me enteré del fallecimiento el pasado 30 de enero, a los 86 años, de Johnnie Johnson, el mejor piloto de Spitfire en la II Guera Mundial (38 derribos), un tipo al que inicialmente juzgaron falto de fibra moral para volar, lo que me lo hace muy próximo. Una vez se enfrentó él solo a seis Messerschmitt 109, pero ahora está muerto. Como también lo está Theodore Monod, el gran explorador y santo del desierto. Hace dos años estuve a punto de entrevistarlo, pero cayó en coma. Yo hubiera ido a verlo igual, para sentarme a su lado y tratar de descifrar en su anciana respiración entrecortada los secretos del Sáhara. Me hubiera puesto una gruesa chilaba y, camuflado al tacto de esa forma, cual Jacob, buscado la inmerecida bendición del ciego patriarca de las arenas. Pero dudo que me hubieran comprado la entrevista para el semanal. El caso es que temo al desierto. Sólo una vez he estado a sus puertas, subido en un camello, por cierto. Y sentí horror. La verdad es que incluso me daba miedo el camello. ¡Qué sitio más grande y vacío el desierto! Para llenarlo no bastaba la imaginación, ni los pecados, ni siquiera los pecados de la imaginación. Así que le di la espalda. Quedamos en que ya volveríamos a vernos. También lo acordé con el camello. 'The desert was empty and full of fear', el desierto estaba vacío y lleno de miedo, decía el viejo Thesiger (él no está muerto, se conserva en valor y bilis).

El desierto del centro de la ciudad, el del Palau Macaya, es más seguro. Y es un sitio estupendo para conocer gente interesante. Personas con un sentido romántico de la existencia, capaces de pasarse largo tiempo ensimismadas ante una minúscula vista del amanecer en el Hoggar, por ejemplo. Las mujeres son mayoría. Yo me aproximo a ellas discretamente y, como un beduino voyeur, trato de compartir esos momentos ajenos de tránsito y éxtasis. Si uno presta atención, puede incluso oír el rumor de sus sueños. 'Una barahúnda de camellos, caballos ensillados y ropas restallando al viento, en medio del polvo dorado que gira en torbellinos bajo el sol radiante', como escribía Isabelle Eberhardt (País de arena). Cúpulas inflamadas, dunas incendiadas, noches incomparables de esplendor y misterio. Eberhardt, la mujer ahogada en el desierto. Retengo sobre todo el estupendo consejo que le daba a su pusilánime amante: 'Vamos, Mahmud, lleva a cabo grandes y hermosas cosas ¡Sé un héroe!'.

En mi última visita había una chica que también incitaba al heroísmo. Me coloqué a su lado ante una enorme perspectiva aérea de dunas mientras trataba de aspirar un poquito de su amor al desierto. Ella reparó en el libro de Almásy que yo llevaba junto al de P. C. Wren y Los siete pilares de la sabiduría, del coronel Lawrence; Rommel seregénél líbiában, en húngaro.

-El conde Almásy, supongo.

-Sí, bueno, no exactamente.

-Quiero decir... el libro.

Enmudecí. Me suele pasar. Y es una pena porque podría haberle explicado muchas novedades sobre Almásy. Como lo de que su hermano Jano y Hitler fueron cortejados simultáneamente por Unity Valkyrie Midford, la hija de Lord Redesdale y cuñada de Mosley que luego se pegó un tiro. También le habría contado historias de espahís, goumiers y nómadas. Del Batt d'Aff, de Sidi-bel-Abbès y de Blad-el-Juf (aunque quizá habría pensado que yo era tartamudo). Y de Brandon Habbas y Zinderneuf... En fin, ya se había marchado. La seguí hasta el audiovisual de Andrei Ujica. Imágenes del desierto de Palestina, localizaciones del Evangelio según Mateo. Entró en el cuartito oscuro la dama del principio y se santiguó al ver a Jesucristo. Se sentó a mi lado y le dediqué el saludo árabe. La hospitalidad del desierto ante todo. '¿Y ése quién es?'. Pasolini, señora.

Hacía mucho calor en el desierto y la chaqueta de cuero me asfixiaba. La dama sacó un botellín de agua del bolso y bebió ostensiblemente. Desdeñó mi mirada suplicante. La joven, mi Katherine, había partido hacia otros desiertos. Debía de estar en el audiovisual de Australia. Pero yo ya había vampirizado su sueño de dunas para alimentar el mío. Salí a la calle. Muy cerca, una agencia de Nouvelles Frontières anunciaba en el aparador la ruta de las caravanas en Mauritania. El Adrar, el cráter de Guelb er Richat, la ciudad muerta de Tinigui. Estuve un rato degustando el itinerario. Luego crucé al parque infantil frente al Palau Macaya, abrí al azar el libro de Lawrence de Arabia ('era feliz, pues estaba entre individuos capaces de cualquier cosa y el mundo creería que él también lo era') y enterré los pies en la arena. Como un ladrón contando su botín, comencé a revisar mi nueva colección de sueños robados.

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Sobre la firma

Jacinto Antón
Redactor de Cultura, colabora con la Cadena Ser y es autor de dos libros que reúnen sus crónicas. Licenciado en Periodismo por la Autónoma de Barcelona y en Interpretación por el Institut del Teatre, trabajó en el Teatre Lliure. Primer Premio Nacional de Periodismo Cultural, protagonizó la serie de documentales de TVE 'El reportero de la historia'.

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